CUENTOS DE INVIERNO
CUENTOS DE INVIERNO.
Era se una vez una casa como muchas de las que hoy vemos convertidas en solares y antaño hogares de familias que marcaban la casta y procedencias de sus moradores.
Eran casonas con enormes cocina de rincones en penumbras donde, de vez en cuando por sus esquinas, se oia el suave roce de un ratoncillo, que enseguida era atrapado por el gato pardo, hijo de la gata que bostezaba tendida al borde del brasero, debajo de una desvencijada camilla cubierta de un raído traje. Al fondo la candela en el suelo, debajo de una chimenea, por la que se filtraba la lluvia, para evitar que entrara se ponía encima de ella una tabla, que era corrida con ayuda de una caña larga y así no entraba el agua pero no dejaba pasar el humo y la estancia se llenaba de él y los ojos empezaban a llorar, siendo necesario abrir la puerta del patio, para que el humo saliera, provocando que el frió se colara y se clavara en las espaldas, de los sentados alrededor de la lumbre, sintiendo la lluvia en el tejado, señal de que al día siguiente no habría jornal.
Cuando había buenos tiempos, en el corral de las casa en cochineras, se criaban cerdos que eran comprados recién nacidos y los niños los consideraban parte de la familia, hasta que una mañana un hombre llamado “Matachín” llegaba y ordenaba poner al cerdito encima de la banca, traída la noche antes de la casa de la abuela, trasportada encima del lomo del burro.
Muy de mañana sacaban de la zahúrda a rastras a los pobres cochinos, que se negaban a subir encima de la banca, cuando lograron encaramarlos a la mesa, cuya tapa era medio tronco de encina, las patas estaban hechas con gruesas ramas. Los cerditos encima de aquel patíbulo, comenzaban a chillar mientras los sujetaban y degollaban.
Los niños al volver de la escuela veían que el cerdo amigo se había convertido en colgaduras de chorizos, morcillas que pendían del techo, chacinas que debían servir para pasar el invierno.
Al ir pasando los días el calor de la lumbre hacia gotear la chacina que estaba colgada de puntas clavadas en los maderos del techo de la cocina para que se curara mejor, la gente menuda, al sentir caer las gotas sobre sus cabezas no se atrevían a mirar hacia arriba, pensaban que era el llanto del cerdito, por estar embuchado en las tripas y se prometían no comer la. Verdad es que cuando el hambre apretaba y encima de la mesa se depositaban los chorizos, acompañados de pan con blanco “miajon”, se olvidaban de los reproches contra sus padres, por lo que habían convertido al pobre cochino.
En aquellos años las noches pasaban lentas y cualquier cosa servía para distraer los sentidos como era ver en cristal de la ventana de la cocina chocaba la lluvia y en las tejas se sentir correr el agua que estaba cayendo. La luz eléctrica hace cuatro décadas no la había en todas las casas y se alumbraban con candiles y carburo, había noches que se acababa el combustible o la torcía y la estancia se iluminaba con la candela y su luz al chocar con la pared, marcaba sombras misteriosas, que sólo se movían cuando lo hacían los presentes.
Los niños temerosos y con mala gana leían la cartilla, mientras la madre les decía que la maestra por un agujerito invisible estaba mirándolos y le seguía diciendo que cuando estaban en la escuela ella por otro los observando, a lo que le contestaron qué ocurría cuando no los miraba ninguna de las dos. Ella apuntando al almanaque colgado en la pared, con una litografía del Ángel de la guarda detrás de una niña, protegiéndola para que no cayera a un precipicio, le respondía que en tal caso lo hacía él.
Palabras que lograba embelesar a los chiquillos mientras miraban el calendario y las páginas de los meses. Explicación que quedaba impresa en su subconsciente.
Había noches que el padre se ausentaba y la quietud de la noche les hacía sentir miedo y la madre los distraía con cuentos e historias para alejarles sus temores reflejados en la caras que se fueron trasformando y sus corazones empezaron a latir como si resonaran por toda la estancia, al sentir los ruidos que venían del corral, que eran suaves y lentos, como si se deslizaran por el suelo.
La lluvia había cesado y la candela menguada, la luz que desprendía era tan suave que no dejaban ver la estancia, los presentes pegados uno con otro, sintiendo el frío que produce el miedo. Por el cristal de la ventana veían el cielo raso y la luna llena que dejaba ver los penachos de las nubes, que en tropel por marcharse corrían una tras otras mientras iban cubriendo el firmamento.
El temor se acentuó, al sentir una fuerte respiración que sonaba cada vez más cerca, muy suavemente se fueron levantando y pegados sin apenas hacer movimiento, flotando más que andando hacía el comedor a oscuras, iluminado sólo por la luna, que a ratos vencía a las nubes y sus rayos entraban por los cristales de la puerta, que no tenía cerrado los postigos, la luz de la luna llena dejaba ver el patio, como si un escenario fuera, donde parecía que de un momento a otro iban a reaparecer los cerditos ensangrentados y todos los miedos acumulados de las historias, que cada noches eran contadas y el miedo los durmiera.
De pronto la madre se acordó que la puerta de la calle estaba abierta, atrancada sólo con una silla como de costumbre, de repente vieron una cosa blanca y grande, que con gran espaviento abrió la puerta del patio que rompió y que encontraba a su paso. Se refugiaron unos con otros, mientras con respiración acelerada y el corazón latiendo más fuerte aun, al sentir que la puerta de la calle se abría y entraba una cosa negra, que empezó a revolotear por el pasillo, todos chillando empezaron a pegar a lo que se acercaba en la oscuridad que iba acompañado por una luz, la madre en la oscuridad cogió una silla y la lanzó hacia aquella cosa resplandeciente que avanzaba hacía ellos por el pasillo, que al chocar con aquella cosa empezaron a salir quejidos dolorosos y una voz que maldecía por el porrazo recibido.
Mientras por la puerta del patio vieron la silueta de un monstruo que empezó a roznar, dejando ver la claridad de la luna su boca y sus grandes dientes; era el burro que se había soltado y salido de la cuadra y había estado andando por el corral y al oír el griterío se había asustado y chocado contra la puerta. El que había entrado de la calle era el padre, que al intentar cerrar el paraguas el viento lo había desplazado y para alumbrase había utilizado el mechero de gasolina, que cayó al suelo al recibir el porrazo. La fuerte respiración era de la hermana que estaba acostada en la habitación contigua y en el silencio de la noche era similar a que estuviera alguien vigilando en la habitación.
Todo había sido “Un miedo averiguado que no es otra cosa que” “Un gato en un tejado”, dijo la madre.
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