LA COCINA DE UNA CASA DE PUEBLO
Corrían los años sesenta del pasado siglo, cuando la música llenaba nuestros ratos libres en aquel radio de madera, con trasformador de 125 vatios que tenis una palanquilla, que se corría hacia un lado y otro, según venia la corriente. La cocina en la pared de tapia se había echo un hueco y hay estaba. Nada mas levantarnos, estaba puesto, escuchando música, y al abuelo, que no comprendía, ni entendía lo que decían, por estar según el cantada en una legua rara.
Que estancia tan grata llena de una suave penumbra, centro de reuniones de la casa, de charlas, de narraciones entrañables y conversaciones llenas de historias.
Olor a chicoria y acebada tostada, mezclada con café Portugués, molido en un molinillo que hacia un ruido estrepitoso, que vuelve, junto con su color verde.
La olla quemada sobre la nafre lanzando borbotone, de agua cociendo lista para echarle la molienda, mientras se soplaba, con aquel soplillo de esparto, para que el carbón, tomara fuerza y lanzara llamas, que ennegrecían el cacharro del café, como se decía, donde una vez introducido la molienda en el subía y había que apartarlo.
Humeante mezcla, que se ponía ne la mesa encima del hule, que por el calor desprendía un olor que vuelve. Todos alrededor del recipiente con los tazones grandes de blanca arcilla.
El colador para dejar caer el café, humeante sobre el tazón, que contenía en su interior miajon de pan blanco, con terrones de azúcar, el desayuno mas dulce y sabroso que un niño puede tomar, mientras escuchabas al abuelo que despacio y lentamente, se sentaba y migaba el pan, la corteza que dejaba ablandarse y animaba a los nietos, que comieran mientras hurgaba, el brasero con la paleta y la lumbre tomaba fuerza y empezaba a contar historias que quedaba a medias, había que ir al colegio.
ISABEL CORONADO
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