Mi pequeña historia de Almendralejo

lunes, julio 13, 2015


                                      LA MUERTE DE JOSÉ GIL RUIZ 





LA MUERTE DE JOSÉ GIL RUIZ  EN EL POZO AIRON DE ALMENDRALEJO


Bajo el amanecer de un día pardo y velado, de aire cargado y sucio, estancado desde hacía tiempo en las pliegues de la campiña almendralejense; el “Toruro” se presentó en el taller de José, y sacando de uno de los bolsillos de su raída chambra un pedazo de papel de estraza arrugado y manchado, se lo puso al alcance para que éste lo cogiera.

- Ahí tienes, José, este recado es para ti.- Le dijo con sonrisa maliciosa.- 

¿Quién te ha dado esto, Toruro?.- Preguntó serio.-
 Yo no conozco a quien me lo entregó.- Mintió.- ¿Hombre o mujer?.

- Quería sonsacar.- ¡!Ah¡¡ Eso tendrás tú que averiguarlo.- 

Y con un ademán exagerado, lo saludó y se fue. 

Al quedarse solo, volvió a leer la nota. “A las dos y media en el pozo Airón, no faltes” .

 Corría el año de 1920 y también lo hacía José Gil; agraciado, altivo y vividor.

 Pero alguien buscaba escarmiento. La letra le resultaba conocida y de mujer. 

Era el reclamo. A María Sierra González, después de cuatro años de aguardar la venganza, le había llegado el momento de ejecutarla. 

La mañana y la tarde transcurrieron lentas. Trató de aligerar el tiempo de la noche y se recorrió todas las tabernas. 

Entre vapores de alcohol y perfumes imaginarios, le afinaron los bronces la hora esperada.

 Las dos y treinta. Quietud. Callada de muertos. 

El rebuzno de un macho la rompió. Un insignificante roedor agonizaba en las garras de la coruja que cruzó un cielo sin luna ni estrellas. 

Oscuridad. El pozo Airón, ante su vista se presentó solitario. 

Nadie. Inhóspito. Frío. Sacó su reloj del bolsillo del chaleco. Era la hora.

 Buscó la petaca. Lió un cigarrillo y lo encendió. Y solamente el pequeño resplandor de la brasa, fue suficiente para darse cuenta de las dos sombras, que de repente salieron de detrás del brocal. 

Eran la de Ángel Sierra de la Iglesia y la de José Canseco Pardos. 

Ni siquiera tuvo tiempo a reaccionar; no le dieron la opción a defenderse. 

Treinta y siete veces le clavaron las navajas y todos los navajazos fueron mortales.

 Pero la venganza aún no se había consumado. 

Con el sadismo de los poseídos le cortaron el sexo y con risas reprimidas para no ser descubiertos, se lo metieron en la boca.

 Huyeron. Se abrió el cielo, y entre dos bardas denegridas, el rayo de una luna inexistente, iluminó el cuerpo muerto de José. 

Se acabó su vida entre los jaramagos y el excremento mular que se descomponía en los regueros resecos de las tormentas de otros días.

 Mientras; su cadáver desangrado clamaba impotente las justicias terrenales y divinas que no tardarían en llegar. 

Sus asesinos, inspiradora y compinche, más pronto que tarde, fueron apresados por la guardia civil y todo el peso de la Ley cayó sobre ellos. 

Y así quedó resuelto el que fuera por su crueldad, el más famoso crimen del inicio de una década parda y gris, a la vez que desenfrenada y luminosa.

ISABEL CORONADO





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