LA MUERTE DE JOSÉ GIL RUIZ
LA MUERTE DE JOSÉ GIL RUIZ EN EL POZO AIRON DE ALMENDRALEJO
Bajo el amanecer de un día pardo y velado, de
aire cargado y sucio, estancado desde hacía tiempo en las pliegues de la
campiña almendralejense; el “Toruro” se presentó en el taller de José, y
sacando de uno de los bolsillos de su raída chambra un pedazo de papel de
estraza arrugado y manchado, se lo puso al alcance para que éste lo cogiera.
-
Ahí tienes, José, este recado es para ti.- Le dijo con sonrisa maliciosa.-
¿Quién te ha dado esto, Toruro?.- Preguntó serio.-
Yo no conozco a quien me lo
entregó.- Mintió.- ¿Hombre o mujer?.
- Quería sonsacar.- ¡!Ah¡¡ Eso tendrás tú
que averiguarlo.-
Y con un ademán exagerado, lo saludó y se fue.
Al quedarse
solo, volvió a leer la nota. “A las dos y media en el pozo Airón, no faltes” .
Corría el año de 1920 y también lo hacía José Gil; agraciado, altivo y vividor.
Pero alguien buscaba escarmiento. La letra le resultaba conocida y de mujer.
Era el reclamo. A María Sierra González, después de cuatro años de aguardar la
venganza, le había llegado el momento de ejecutarla.
La mañana y la tarde
transcurrieron lentas. Trató de aligerar el tiempo de la noche y se recorrió
todas las tabernas.
Entre vapores de alcohol y perfumes imaginarios, le
afinaron los bronces la hora esperada.
Las dos y treinta. Quietud. Callada de
muertos.
El rebuzno de un macho la rompió. Un insignificante roedor agonizaba
en las garras de la coruja que cruzó un cielo sin luna ni estrellas.
Oscuridad.
El pozo Airón, ante su vista se presentó solitario.
Nadie. Inhóspito. Frío.
Sacó su reloj del bolsillo del chaleco. Era la hora.
Buscó la petaca. Lió un
cigarrillo y lo encendió. Y solamente el pequeño resplandor de la brasa, fue
suficiente para darse cuenta de las dos sombras, que de repente salieron de
detrás del brocal.
Eran la de Ángel Sierra de la Iglesia y la de José Canseco
Pardos.
Ni siquiera tuvo tiempo a reaccionar; no le dieron la opción a
defenderse.
Treinta y siete veces le clavaron las navajas y todos los navajazos
fueron mortales.
Pero la venganza aún no se había consumado.
Con el sadismo de
los poseídos le cortaron el sexo y con risas reprimidas para no ser
descubiertos, se lo metieron en la boca.
Huyeron. Se abrió el cielo, y entre
dos bardas denegridas, el rayo de una luna inexistente, iluminó el cuerpo
muerto de José.
Se acabó su vida entre los jaramagos y el excremento mular que
se descomponía en los regueros resecos de las tormentas de otros días.
Mientras; su cadáver desangrado clamaba impotente las justicias terrenales y
divinas que no tardarían en llegar.
Sus asesinos, inspiradora y compinche, más
pronto que tarde, fueron apresados por la guardia civil y todo el peso de la
Ley cayó sobre ellos.
Y así quedó resuelto el que fuera por su crueldad, el más
famoso crimen del inicio de una década parda y gris, a la vez que desenfrenada
y luminosa.
ISABEL CORONADO
ISABEL CORONADO
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