ESTA HISTORIA ES DE MANUEL FRIAS CORONADO, ESTAN BONITA QUE MERECE VIAJAR Y SER LEIDA.
El Lolo.
Aquellos días azules”. En parafraseado de nuestro querido Machado por su aportación en “días de infancia” o “de lluvia tras los cristales” al amoroso crecer evolutivo..
Y ya que gustais de vivencias del Lolino, Manolo o
similar, los nombres es lo de menos, voy a seguir garabateando en esa
línea con una anécdota no mía pero sí familiar, para aderezar con una
chispa salada el reflexivo discurso presente. Sobre los anteriores
nombrados, o Vent de Foc o Manuel (en la España castrense y colonial que
diría J. R. Sender) Ernesto Aixés, el Elías de Peñas Blancas (que por
cierto me confundí puesto que es de San Rafael no del Espinar) etc. ya
retornaremos “plus avant”, si el laborar lo permite, pues podría ser
nutrida cantera de imaginación y entreteje de sabrosillas leyendas.
El Lolino, llamado así por sus amiguitos de la calle Del Valle en
su Almendralejo natal, o Lolo para sus parientes, llamaba a su abuela
paterna Mamaande y no le viene ese entrañable sobrenombre de Mama grande
como cabría suponer. La razón es más chusca, como se podrá corroborar
por los detalles que más adelante refiero. Ana Giraldo, nació en la
misma ciudad del nieto, y su progenie era una familia llegada de La
Mancha por lo que algunos le decían Ana “la manchega”, se casó con José
Frías y le sobrevivieron tres hijos, Inés, Juan Andrés y Juan Manuel (mi
padre) también conocido por “el niño”. De su prole le vivieron nueve
nietos, Antonio, Juan, tres José llamados así por respeto a su marido,
las tres nietas con el nombre de Ana en su honor y con el consabido
Maria añadido a usanza de la época, y por último Manuel nombrado Lolo (o
séase yo)
La abuela Ana, vivaracha y chiquita mujer enjuta de carnes, era un
cogollo de curiosidad puntillosa y algo ambicioncilla. No para ella sino
en lo tocante a sus descendientes, pues era dada a parlotear y quejarse
por la falta de abundancia de dineros para sus hijos y familia. Pese a
esos leves pero humanos pecadillos, era de noble corazón sin
predominante maldad alguna. Pregonaba a las nueras su desinterés o
desgana en la tarea cuidadora de los nietos. Pero luego los acogía
contra sí, con ternura de gallina clueca, cuando estos acudían a ella o
se los llevaban para que se hiciese cargo de ellos. El Lolo siempre la
conoció vestida de riguroso negro por la parentela muerta. En aquellos
años debido a la pródiga lista de familia emparentada y del largo duelo
que imponía la costumbre, con disfunciones encadenadas unas tras otras
cual sombrías cuentas de un rosario, hacía que el luto se prolongara
como una interminable letanía.
La ocurrencia de la abuela Mamaande, sea verdad o fábula, la oí
alguna vez de niño comentada por mi entrañable tía Inés, su hija,
sentados en corrillo familiar entre risas compartidas pues Inés era muy
dicharachera. Muchos años después, siendo ya adulto, la escuché de su
nieta mayor Ana Mari, hija de Inés y prima hermana mía, con la gracia,
bombo y salero que ella tiene para chancear referencias familiares. Y
creo recordar que sucedió como a continuación reseño:
La abuela Ana vivía en una casita alquilada, junto a su hija Inés y
su yerno Antonio, en la parte de abajo de la calle Del Valle. En aquel
entonces, hasta que acaeció el episodio, la abuela Ana era llamada por
sus hijos varones Madre y por la hija Mama. Para Inés siempre era Mama,
¡Mama, haz esto! ¡Mama, mira eso! ¡Mama, por aquí, Mama por allá! El
marido de la tía Inés, Antonio, trabajaba de gasolinero en la estación
(así se decía) de carburantes (situada a la entrada del pueblo) de la
carretera Madrid-Sevilla. En aquella época había poco tránsito de
vehículos motorizados, algunos coches, algún que otro motocarro, pocos
autobuses, apenas tractores y motos, pero lo que más circulaba eran
camiones que eran los transportaban las mercancías de largas distancia.
Así que como no había mucho trabajo por hacer en el surtidor de
gasolina, tampoco contaba este con muchos trabajadores para atender la
faena. Digamos que disponía del
personal estrictamente necesario, con lo cual estos hacían jornadas
larguísimas para compensar la carencia de compañeros suplentes. El tío
Antonio se ubicaba todo el día en la gasolinera, desde que se levantaba
en la madrugada hasta que anochecía. Allí almorzaba, allí comía y no sé
si allí cenaba, dormir allí no creo que se lo permitiera la tía Inés
pues era muy suya en aquello de los derechos adquiridos.
Un miércoles de una tarde/noche muy fría de invierno, Inés,
saliendo de la cocina al comedor, le dice a su madre sentada en la
mesa-camilla..
– Mama, es muy tarde y falta poco para que cierren las tiendas. He
“miraó” en la alacena creyendo que estaban allí las salchichas del
almuerzo para mañana de mi marido y no hay nada, se me ha debido olvidar
comprarlas esta mañana, estoy “freyendo” las papas para la tortilla y
preparando la cena y ahora no puedo dejarla. No tengo suelto, toma este
billete de cinco pesetas y “ves” corriendo a Manolo Rivera a que te
despachen un cuarto de longanizas.-
La madre recelosa de abandonar el calorcillo que desprende, bajo
las faldas de la “tarima”, el “picón” encendido del brasero. Y por el
frío que sabe hace en la calle, suspirando le responde.
- ¡Ay Inés, hija! ¿Cómo quieres que salga ahora con la “pelona” que
está cayendo? Anda, vuelve a mirar otra vez, a ver si “las” puesto en
otro sitio ¿”Empero tu as miraó” bien en el cajón del aparador chico?
Fíjate si “te” las “dejastes” con los “cacharros” en la balda del
“poyete” de la “nafre”. -
Inés impaciente y subiendo un poquito la voz contesta.
- Ande Mama, que ya he “miraó y remiraó” por todas partes y no
está, me olvidé comprarlas. Márchese al comercio de Manolo a por las
longanizas, y venga enseguida que quiero aprovechar la “alumbre” y la
sartén caliente para hacerlas.-
La Madre con tal de evitar su partida, y no perder la tibia
somnolencia que le envuelve, inicia su segundo asalto de convención con
un nuevo dialogo.
- ¡Hija! Hazle cualquier cosa para salir del apuro, mañana le compras las salchichas.-
Inés enfadándose y meneando la cabeza, la mira fija.
– Mama, cualquier cosa en esta casa es jamón y lomo y no nos queda,
las papas se me van a quemar por estar aquí discutiendo, y “uste” sabe
que Antonio está acostumbrado todos los jueves a tener por almuerzo
salchichas fritas, así que váyase a casa Rivera y déjese de tonterías.-
La madre se levanta y coge de la habitación una gruesa “toquilla”
de lana que se echa por encima de los hombros. Al dirigirse a la puerta
de salida va rezongando por lo bajo, pero no lo suficiente como para que
no le oiga la hija, en un último intento de ver si esta se apiada y
cambia de opinión.
- ¡Ay, Señor, Señor! Con la noche que hace, con lo oscuro que está,
y mandar a su pobre madre a la calle ¡Y digo yo! ¿Es que no se puede
hacer un “avío” aunque sea haciéndole una tortilla francesa? ¡Señor!
¡Señ... -
- Mamaaa, que la estoy oyendo.- Grita ya cabreada Inés
interrumpiéndola. – ¡¡Ande, vaya ya, antes de que cierren el comercio!! Y
deje de “refunfuñi” ¡Por Dios, que mujer más terca! .-
Se oye el enganchar de golpe la aldaba al cerrar la puerta. Inés
continúa faenando en la cocina, mientras la madre con paso apresurado se
dirige a cumplir el recado.
La nombrada “casa Manolo Rivera” era una tienda de ultramarinos,
pero en aquel tiempo no se les llamaba así, se decía “ comercio” o“casa”
agregando nombre y apellidos del dueño, a veces solo el nombre o
apellido, otras con el apelativo del fundador u antecesor, las menos con
el apodo. La referida tienda se hallaba en una calle llamada La fuente,
precisamente frente a una pequeña plaza donde había una fuente. Este
surtidor de agua era una gruesa columna de piedra con la parte de arriba
acabada en forma de seta, del ancho rulo resaltaban cuatro caños de
hierro por los cuales salían sus respectivos chorros, y estos vertían en
una redonda pila granítica que la rodeaba. De toda la vida a esa fuente
se le llamó “La fuente la negra” y el sobrenombre se debía a que en su
origen, encima de la pilastra, hubo una estatuilla femenina de hierro
que el tiempo ennegreció. La figurilla hacía muchísimos años que había
desaparecido
pero el alias “la negra” le sobrevivió. Aún hoy perdura ya que el
surtidor, sin su vital función proveedora de agua, está en el mismo
lugar y sigue siendo conocida por “La fuente la negra”.
De la casa de Inés al comercio Manolo Rivera no había mucho trecho.
En la época en que sucede este narrado incidente apenas había alumbrado
público. Los contados puntos de luz se ponían preferente en las
esquinas de los cruces de calles, y las bombillas de exiguo voltaje solo
permitían distinguir escasos metros de acera, el resto de la vía era
tragado por la penumbra total. La calzada por donde circulaban carros,
caballería y ganado era de tierra prensada o pisada, la acera por donde
se movían las personas estaba empedrada de incrustados “rollos” (
pequeños cantos rodados de río u arroyos)
La madre de Inés, sujetándose fuertemente con una mano la toquilla a
la altura del cuello y la otra tanteando la pared, avanza por la oscura
calle lo más ligera que sus menudos pasos le permite. El frío quiere
cantarle en los dientes pues empieza a sentirlo en los huesos. Se
apremia pensando en el calorcito que le espera al regreso. Al pasar bajo
el reducido círculo luminoso que da la última lámpara de su calle, en
el recodo con la de La Fuente, ve temblorosa que la escarcha blanquea la
calzada. Está a mitad de camino, así que tomando impulso cavilando que
ya queda menos, llega por fin frente a la tienda. Cruza la calle y pide
sin entretenerse en protocolos de charlas sobre tiempo y demás lo
encargado, que medio le enrollan en tosco papel de estraza, paga la
cuenta y despidiéndose inicia el retorno aprisa para casa. Cuando rebasa
la vivienda del practicante Ventura, decide pasar a la acera de
enfrente que le lleva a su calle. En el centro
de la calzada, sea porque se sobresalta al ver correr una sombra
delante de ella, sea porque casi resbala, el caso es que en el brusco
movimiento de susto o traspiés, el paquete con las longanizas casi se le
escurre de las manos y a punto de caérsele lo atrapa al vuelo. Se
repone rápido y da unos cuantos pasos, pero al pronto se detiene a
palpar el envoltorio y... - ¡Ay Dios! - solo toca papel. Retrocede hasta
donde calcula se produjo el percance y comienza a explorar a tientas el
escarchado suelo, pues nada se ve en tan negra noche, primero con
paciencia y después con desaliento. Está a punto ya de abandonar la
búsqueda de lo mermado, presuponiendo el enfado de la hija al verla
llegar sin lo mandado, cuando con los helados dedos palpa unos alargados
cilindros, - ¡Bendito seas Señor, las dichosas salchichas! ¡Por fin las
he encontrado! -. Con urgencia recoge lo perdido y envolviéndolo en el
papel se levanta. Luego reanuda la marcha de regreso
veloz y aliviada, pensando en el calorcito del brasero pues está
aterida de frío.
Inés está dando los últimos toques en su trajín de la cocina, cuando entra la madre dejando el envoltorio encima del “poyete”.
-Toma hija, lo pedido, menuda noche hace, me voy “pal” brasero que vengo “arreciíta” de frío.-
Está arrimando la silla a la mesa-camilla, a punto de sentarse
cerca a su ansiado brasero, cuando viniendo de la cocina oye la alterada
voz de Inés.
- ¡Maama! ¿Qué es esto? ¡Señor, señor!.-
Se acerca rauda la madre y llegando a la puerta le pregunta,
- ¿Qué pasa hija? ¿Qué pasa?.-
- ¡Por Dios Mama, por Dios! ¿Qué me has traído?.-
- “¡Chachaa!” Lo que tú “más mandao” ¿Qué si no?.-
- Maama ¡Por Dios, por Dios! Que esto no es ¿Pero que le pasa a esta mujer... -
La madre se acerca donde la hija, que la mira consternada con ojos
muy abiertos, y le muestra el papel desenvuelto encima del poyete. La
madre al verlo se queda atónita y por decir algo farfulla.
- Ay, hija ¿Qué es eso?.-
- Mama, por Dios ¿Qué no lo ves? ¡Ay Dios mío! Que a esta mujer se
le ha ido la cabeza. Son “cagarrutas” Mama, “cagarrutas” de perro me has
traído ¿Dónde has ido, qué te ha pasado?.-
La madre se sobrepone, le cuenta el traspié y búsqueda, luego para quitar hierro se ofrece.
- Pero hija, si me das una vela voy a por ellas de seguro que las encuentro.-
Inés ante esta nueva ocurrencia de la madre, con alta voz determinante le conmina.-
- Ande Mama, ande, ande, no tengamos un disgusto. Con la vuelta del
dinero vuelva a comprar las longanizas, pero Mama no se me pare ni a
buscar ni a coger nada del suelo.-
- Pero hija, si las encuentro te ahorras el dine... –
La hija, al borde de un ataque de histeria no le deja terminar y empujándole hasta la puerta principia la retahíla.
-Mama ande, ande, no me vuelva loca, Mama ande, ande. Mama ande, Mama, ande, Mama, ande.-
La vehemencia de las palabras de
la hija pronunciadas como las de una demente, según contaba la Madre
después, le dio más miedo que las sombras, oscuridad y el frío juntos y
le martilleo la cabeza en todo el recorrido hasta lograr el cometido,
traer a casa las “joías” salchichas.
La hija aseguraba que pronunciar Mama ande, Mama ande, era como un
talismán cuando quería que su madre anduviese ligera a cumplir los
pequeños recados que le pedía. Las dos eran sumamente socarronas
relatando el episodio y tanto éxito tuvo la gracia, y tantas veces lo
contaron, que primero los hijos, después las nueras y al final los
nietos, incluyendo familia y vecinos cercanos, empezaron a decir
Mamaande para referirse a la abuela Ana, perdiendo poco a poco el nombre
propio en favor del cariñoso Mamaande.
Como se habrá podido deducir al leer este escrito, la mayoría de
las palabras entrecomilladas no es castellano gráfico incorrecto ni
tampoco malhablado. Ciñéndonos en concreto a los diálogos de Inés y su
madre, algunos vocablos son migajas del lenguaje castúo oriundo de
Extremadura, o pertenecen al léxico fonético local del popular hablar de
mi tierra chica. Afortunadamente aún hoy sigue existiendo personas
mayores, o jóvenes, que hacen uso de su castiza lengua vernácula como
medio de expresión y cultura. Ello les honra por conservar el meritorio
legado de sus ancestros en tiempos de desarraigo, perdida de
personalidad e identidad colectiva, a causa del manipulador intento
avasallador de clonación unidimensional mundial. Para ellos,
depositarios de biodiversidad, mi admiración y respeto.
PICÓN (carbón vegetal hecho de sarmiento)
PELONA (helada)
CACHARROS (menaje grande de cocina, peroles, ollas, y por extensión a objetos sin utilidad)
POYETE (banco de cocina u otro uso, construido con obra de albañilería)
NAFRE (pequeña oquedad en un poyete donde se hacía fuego para cocinar, fogón)
TOQUILLA (pieza femenina de lana)
AVIO (arreglo rápido)
REFUNFUÑI (refunfuñar)
ARRECIITA (heladita)
CAGARRUTAS (cacas redondas y duras)
CHACHA (acortamiento de muchacha)
Manuel Frías Coronado.
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