Mi pequeña historia de Almendralejo

domingo, noviembre 03, 2013

LAS COSAS DE AMALIA
 Amalia  nació, se crió y pasó parte de su vida,  en la zona conocida como los “ENTRINES” ( Avd. de América), que en árabe significa “arroyo verde”.

 Hoy es una gran avenida que nada se asemeja con lo que fue. Cerca, pasaba en la parte baja un pequeño arroyo llamado en un tramo “CHARNECAL” y en otro  “AIRON”; sus márgenes estaban llenas de plantas medicinales, aromáticas, para infusiones como el “Poleo”, también crecían “Cardillos” y  tagarninas. También hubo una alberca llamada la “nueva” de brocal más alta que la llamada la alberca “vieja” las dos tenían como finalidad frenar las riadas.
Lugar de juegos para niños, también era   la gran “Era” que se divisaba en frente de su casa, donde las máquinas durante la siega no dejaban de funcionar con un ruido atronador, de noche y de día. Los segadores, cubrían la cabeza, con enormes sombreros de paja para aliviar el calor y los rayos de sol que caían despiadadamente  sobre sus camisas sudorosas. Acompañadas de un pantalón de pana y calzados con unas alpargatas atadas a la pierna, con suela de goma, cuando  se caldeaba se pegaban  a la plata del pie como una segunda piel.

En los “Entrines”, había diversidad en vecindad, se convivía y respetaban  llegando entre ellos a más que vecinos, familia.  La inolvidable Gila, La chacha Manuela y su hija  Isabel, casada con el apodado  Marraita,  la gitana llamada  Pepa que fue atropellada por un coche, de los pocos que  pasaban por aquel entonces cuando iba a por agua a la poza;  la Viruta, María Pozo la del Feo la del hoyo,  Juana la Ginoveba , Paca y su marido Fermín que era camionero,  Vivian por encima, conocidas más por apodos que por apellidos.

 Las márgenes de la carretera estaban limitadas por enormes barrancas,  terreno muy desigual sin pavimentar, donde  las gallinas andaban sueltas, al llegar la noche se recogían “y hay si faltaba alguna” que no sucedía.
La familia,  además de hacer  todo oficio, uno de ellos, eran  cazadores,  agricultores con frondoso huerto en el camino de “Usero” vergel que daba verdura  y bienestar a la familia para disfrute de una economía estable, nada tenían y nada necesitaban.
La madre en la cocina, desde muy temprano,  preparaba guisos, para la familia, olor que se espaciaba por la vecindad, que iban pasando a saludarla, esta enseguida las hacía sentar y que probaran lo elaborado, a si trascurría la vida, llena de  escenas cotidianas.
Amalia, lista como el viento, con su gracejo y ocurrencias,  al oírla la risa estaba asegurada.
 Sus negocios y afanes de sacar dividendos,  para su boda que estaba cercana.
 Raro era el día que no se levantaba con alguna ocurrencia,  contaba su hermano José, pero la de aquella  mañana fue de las mejores para recordar contaba él.
 Amalia se levantó de la cama,  algo desgreñada,  rascandose la cabeza se dirigió decidida a la cocina, a almorzar  (desayunar) donde estaba la familia alrededor de la candela,  mirando las migas recién hechas,  todos listos para entrar la cuchara, dentro del  perol que estaba  encima de la  trébede arrimada a las brasas de la lumbre.
Amalia, muy lentamente tomó una silla y fue empujando a los demás hasta hacerse un lado para percibir el calor de las llamas  y tendió una mano para que su madre le diera el plato de migas.
Y empezó a bostezar mientras las comía, y sin dejar de hacerlo empezó a decir  – mamá como me voy a casar tengo que hacer dinero, así que me vas a dar huevos de tus gallinas ”clueca” y se los  voy echar  a ellas, para que me salgan pollitos-.
 Y las que salgan gallinas las criaré y cuando estén ponedoras venderé sus huevos y los pollos cuando estén engordados me los compras tu, y claro para criarlos me das tú el trigo.
 En aquellos años en la campiña de Tierra de Barros, el cultivo principal era el cereal y una vez segado  se trasportaba en carros, tirados por   yuntas de mula a las eras que rodeaban Almendralejo  para ser trillado y limpiado el grano.
 Y las hormigas, que habitaban en las eras, almacenaban gran cantidad de cereal en el interior de sus hormigueros,  que formaban grandes montículos,  que buscaban  el avilés, mujeres que sacaban y limpiaban de hormigas para alimentar a las aves y otros animales del corral (eran formas de antaño de ahorrar unas “perrinas”).
Pues bien, la madre retolica por no estar mucho de acuerdo, pero como siempre cedió y ocurrió que Amalia crió los pollitos, que pusieron huevos que acabó vendiendo a su progenitora y la madre con gracia le decía – Amalia, como me vas  a cobrar dinero por los huevos de las gallinas que alimentas con el trigo que te doy y encimas los huevos son  para cenar tú  - a lo que ella respondía  -mamá, ¿entonces como voy a juntar para llevar un dinero para mi vida de recién casada?
La madre, se veía liada por las cosas de la hija y  defendía de lo indefendible; pues Amalia para todo tenía repuesta, hasta que se cansaba  la madre y optaba por pagarle los huevos con tal que  dejara de hablar la hija y cenara a ver si con la boca  llena se callaba.
Fue Amalia persona trabajadora y limpia (mujer de su casa como se decía entonces).
El lavar la ropa era una tarea recia, pesada, al no haber agua en las casas y tener que acarrearla, se utilizaba el lavadero que estaba en las  inmediaciones; al lado de las  pozas cercanas  que  estaban al final de la calle la Fuente.  Ayudaba a su madre a lavar ropa propia y ajena.
Colada que  tendían sobre los prados para que se soleara,  cuando las recogían olía a menta, eran tejidos bruscos,  muy rugosos, para ser planchados había que rociar de agua y doblarlos muy bien para  agilizar el planchado.


 Planchar, le resultaba aburrido,  pesado, aunque la plancha  de carbón  había sido sustituida por la eléctrica, un avance muy grato que  aligeraba la tarea.
 
A ella le seguía aburriendo,  para a aliviar la monotonía de hacerlo a solas se iba   a casa de su madre que gruñía nada más sentirla llegar y verla  abrir la puerta.
Amalia le  respondía , con tanta palabrería, que acababa por aburrir, la madre  se ponía  la mano en la boca,   cuando ya estaba un poco harta, mientras, hoy a su otra hija Manola decirle, -¡ mama déjala ya ¡.
Y Amalia,  arrastraba la camilla que ponía en medio de la casa  tapando el pasillo, sacaba  la plancha, desenliando el cable que enchufa en el único enchufe, implantado a la vez en la boquilla de la bombilla que colgaba del único arco de la casa y daba luz al pequeño comedor.
Con gracia, manejando la plancha con arte,  con dominio, mientras entonaba coplillas mirando de reojo a su madre
Al sentir la puerta abrirse siguió sin dejar de hacer el menester,  empezó a sonreír, dando la bienvenida a los sobrinos, que entraron alegres  sentándose en  las sillas de asientos de juncias.
 La abuela,  dio  un trozo de pan, de miajón blanco, con  un pedazo de  queso fresco de  sabor  agrio,  por estar en el  arca de madera,  donde  guardaba los alimentos.
En la reunión familiar, todos querían hablar,  de pronto suena un gran ruido, todos se miraron, el olor les hizo comprender que alguien se había ido del punto un “pedo”, a ver quién había sido,  negándolo los presentes,  a ver quien había sido.
Amalia empezó a reír con  una sonrisa como si lo hicieran, para dentro  diciendo a ver quién es.
La  madre,  conociéndola se levantó,  hablando entre dientes, escuchando  la chiquillería, que se acusaban entre ellos.
Entonces  levanta la mano libre, dejando la plancha aparcada en el planchador, diciendo -¡alto! ya se cómo se va a descubrir quien ha sido-.  - ¿Cómo?- contestaron intrigados-.
Que  enseñe las manos quien las tenga más coloradas.
Aquí, que la más decidida y dispuesta para demostrar que no había sido ella enseño la suya, y  la tita muy tranquila las miro y dijo después de verla, -tu has sido, - como – respondió la cría- pues si hija con esto, quiero enseñaros  que debéis ser cautos, desconfiar de las apariencias.
 (La verdad de la explicación, serían los años las que nos la irían aclarando)
Era gracioso contar a su hermano, que días antes de casarse había que preparar el colchón para la cama matrimonial. El padre le trajo lana, pues entre los múltiples oficios uno era esquilador de ovejas.
 Contaba que el hombre llegó risueño,  llamó a su hija para que se asomara a la puerta y viera,  la mula cargada a ambos lados del lomo con grandes “jergas” (costales)  llenos de los mejores vellones.
 Zalamera, agradecida y risueña,  al día siguiente se puso a la tarea de limpiarla y acondicionarla para llenar el colchón del lecho matrimonial. Que en aquella época era un lujo, pues los colchones en la mayoría de las casa, se llenaban con las hojas  de las mazorcas  de maíz.
Cuando estuvo lista la lana,  después de una dura tarea, empezó a entrarla en la funda.
 La madre le dijo – parece mucha lana te va a sobrar-. Contestación de ella -ay no mama esta entra toda-. -pues te va a costar trabajo la tela va a reventar-, -que no que me la ha regado mi papa-. Contaba su madre que el colchón no reventó aquella noche de milagro.
AMALIA NIÑERA
Al ser la mayor, era la encargada de cuidar a sus hermanos, pero uno de ellos, se crió muy flaco y debilucho.  Al que le dedicaba más tiempo, pues entonces la mortandad infantil era muy grande, siendo raro el día que no había un repiquete de algún niño de alguna lavandera, los encargados de llevar el féretro eran los chiquillos, contaba José que eran uno de los encargados con otros amigos de llevar la cajita hasta la ermita de Santiago donde se celebraban los entierros, aprovechando la plaza para despedirlos.
Pues bien Amalia tenía a su hermano José a todas horas en brazo, no lo dejaba,  verla sin él era cosa rara, el niño era grande, de piernas  flacas y largas, que colgaban, cuando la hermana lo tomaba en brazos,  al  escarrancharlo, en el cuadril,  las piernas parecían  flotar de un lado para otro todo el día con el niño en brazo, una imagen, grotesca.
 Una gitana, castiza en cuanto  la veía tan celosa por el hermanillo  le decía. –Amalia que flaco está – ella ni caso,   para oírla le decía—más te interesa tirarlo- cosa que le hacía reaccionar,  muy aireada le contestaba-  Que lo voy a tirar—anda que cosa tiene.
José creció, se volvió fuerte como el viento del norte, noble como los olivos que cultivaba y hábil como la azada que se clavaba en la tierra que amó.
LA COMPRA:
De siempre había sido la encargada de realizar la compra e ir a la plaza de Abastos  (mercado) en aquellos años era un oficio más el ir diariamente a hacer la compra.


Eran fiel a sus vendedores, para la carne Gaspar,  el queso y chacinas selectas Carmen la del “queso”  y María la Ruviala.
 El pescado “Romero”, las legumbres la “señá” Carmen la de Barrio etc .

Temprano todas las mañana con una gran cesta de mimbre rojo, se encaminaba.
A la vuelta siempre entraba en la tienda de comestibles de Pedro Plaza.

De vuelta,  en su vivienda dejaba lo suyo e iba a casa de sus padres con los encargos que la noche antes le pedía esta. De camino, antes se paraba en la tienda de Guillermo Jaen, que era el comercio de su madre y allí compraba los “mandaos”.  Estas dos tiendas estuvieron en la calle Malos Vinos.
Amalia llegaba pausadamente y empujaba la puerta de la casa, que en cuanto se la movía chirriaba dolorosamente, nunca recibió una mano de pintura y la madera blanquecina se había ido resecando, agrietando y torciendose con los años, resaltado las alineadas cabezas de clavos sobre la madera. 

Amalia pesadamente con la compra, subía el alto umbral y entraba dentro en la vivienda y decía –mama ya estoy aquí-.

Y aquí empezaba lo de “Siempre” como ella decía.
La  matriarca, la esperaba sentada, arrimada a la mesa camilla y sobre ella un motón de garbanzos que había sacado de una bolsista, las legumbres que  estaban ennegrecías de ser contadas todos los días, al ser utilizados para realizar la cuenta del mercado.
-Mira te traigo la compra- y a continuación se sentaba y decía: -se me ha importado tanto y dame cuanto—
A lo que la madre le respondía: -Alto, la cuenta la vamos hacer por parte y dime el precio de cada cosa. 

—Hay mama siempre lo mismo, me tienes harta de tanta desconfianza, se me ha importando esto que esta apuntado en el papel y ya está- 

-Ah no-. Decía la madre -tu me dices el precio y yo echo la cuenta—

-Bueno-, respondía.  Empezaba la madre a hacer montoncitos de garbanzos con el coste de cada cosa y así hasta que terminaba  de echar la cuenta.

Pero rara vez le  cuadraba,  Amalia le decía que era más, siendo un tira y afloja entre las dos hasta que la madre veía que había contado más garbanzos o menos.

Cuando terminaban, Amalia estaba exhausta de tanta porfía y decía a su hermana: – Manola, tráeme un café, échale bastante Achicoria, bien dulce y magdalenas que estoy en ayunas.

Manola ponía encima de la anafre de carbón, una cafetera ennegrecida por las llamas y empezaba a soplar con el soplillo hasta que tomaba fuerza, el fuego, la cafetera empezaba a dar resoplidos al hervir la mezcla dejando salir, por las comisuras del utensilio que se iba derramando encima de las llamas que la hacía chillar, soltando chispitas como si fueran fuegos artificiales.

El liquido humeante era depositado en un enorme tazón de china, como decían en la casa, que ponían encima de la mesa. 

Con destreza lo arrimaba hacía ella y empezaba a picar muy tranquilamente las magdalenas en el tazón.

Mientras respondía a la madre, que no acababa de estar conforme con la cuenta, e iba introduciendo las legumbres en la bolsita para el día siguiente,  guardándola en una abertura de la falda donde estaba la faldriquera.

 Amalia mientras, con la cuchara sopera iba comiendo asintiendo con la cabeza, “a los relatos de la madre” pues no acababa de aclararse y le respondía:  -Si mama, que sí mama-.
La calma, al responder mientras comía, iba aburriendo a la anciana y optaba esta, por dejarla desayunar, mientras lentamente, se ponía una mano tapando se la boca gesto que era habitual en ella, como señal de que ya no hablaba más.
Al día siguiente comenzarían otra vez las porfías, por las cuentas y compras realizadas.
Nunca se alteraba, tenía dichos y chistes para la desconformidades de la madre.

Amalia era golosa en extremo, junto con su hermano José, buscaban la forma de comerlos sin que la madre se enterara.
Cuando llegaba Semana Santa, era costumbre ir a la tahona y hacer una gran variedad de dulces.

Los hornos se llenaban de mujeres para hacerlos para el llamado día de las boyas, que eran el domingo de resurrección.
En la casa eran todos muy golosos y la madre nada más llegar de la tahona, para que los dulces llegaran para el día señalado, los guardaba en una gran arca que era cerrada con llave para evitar tentaciones.
Cuando llegaba la noche y todos dormían, iba en busca de su hermano José y sigilosamente, iban a la habitación donde estaba el arca a la que habían buscado la forma que, entrando un alambre, sacaban los dulces y juntos, se ponían ciegos degustándolos.
La madre por si acaso estaba alerta y en cuanto oía un ruido iba a ver,  si la llave estaba echada y el arca bien cerrada y se iba a la cama desconfiada pero no había nada que le alarmara.
Pues para no ser descubiertos,  se iban a sus respetivas camas. José los ponía debajo de la almohada e iba comiéndolos hasta que le llegaba el sueño.
Cuando a la mañana siguiente iba su hermana Manola hacer la cama siempre le llamaba la atención los círculos manchados que había debajo de la almohada.
Sanamente y alarmada  empezaba diciéndole a su madre: – ay mama, que redondeles hay en la cama de José debajo de la almohada-. La madre no le hacía caso.
 Ella, impaciente para saciar la curiosidad, esperaba al hermano al atardecer cuando llegaba del campo, le decía: –José, ¿de que serán los redondeles de grasa que hay en tu cama? y el otro siempre le contestaba con lo mismo.
Eso es que no lavas bien y quedan las manchas de un día para otro.
A la hermana no le cuadraba la explicación, que de  tanto repetir lo mismo, logró que la madre descubriera lo que estaba pasando.
 Y los acechó por la noche, cuando estaban más entusiasmado intentando sacar los dulces y escuchaba Amalia diciéndole: -Tírate a las boyas y a las magdalenas, que esas no se rompe-, José que se pirlaba por su dulce favorito, las “Perrunillas” con el alambre arrastraba el dulce que se desmoronaba e irritaba a la hermana que se impacientaba. Cuando la madre encendió la luz de pronto y los vio, levantó la escoba que llevaba en una  mano y a escobazos los mandó a la cama.
Y  mientras iba a su dormitorio, iba repitiendo: – ay Dios, no me duran nada con estos glotones-. Mientras, el padre desde la cama se le escuchaba: - Isabelilla deja ya que hay sueño  y mañana hay que madrugar, lo que tienes que hacer es más dulces y que coman todo lo que quieran verán cómo se hartan-.


SIEMPRE ESTUVO.

Recordar la casa de los Entrines es divisar en los recuerdos esta fotografía, Siempre estuvo colgada de la pared del pequeño comedor, imagen que al llegar te quedaba impactada.
Una de las aficiones de Amalia fue coser y  leer. Como eran muchos los quehaceres de la casa en estos años, lo tenía que hacer por la noche, pero le sucedía que si leía le entraba sueño, entonces se ponía a coser la ropa que le confeccionaba a su familia.
Y cuando volvía el sueño, retomaba la lectura.
 Su hermano José le gustaba visitarla y ella le decía: – mientras yo coso tú me vas leyendo la obra, Llamada entonces a las novelas que eran entregadas por fascículos; publicaciones que eran muy leídas, que se  prestaban entre las amistades, se daban un tiempo para ser devueltas.
El hermano empezaba pausadamente mientras la otra cosía, ocurría que como era por la noche, el hombre harto de trabajar mientras iba leyendo le iba entrando mogango (sueño) y se iba aletargando. De que se daba cuenta le decía avispadamente: - José espabílate que no la vamos a terminar en la vida y  tengo que dársela a su dueña con lo interesante que está-. Contestación del hermano —Esto es bonito, si es un pan mascado-.
Era el momento, de hacer un alto en la de lectura y costura. Se levantaba e iba al aparador que estaba en medio de la casa y de la parte baja sacaba un trozo pastel llamado “ Manga de Gitano”  realizado por ella, estupenda repostera.
 Con en el trozo de dulce en la mano, se lo daba; el otro con ojos chispeantes lo tomaba con gusto pues era muy goloso.
 Y mientras lo degustaba alabando lo bueno que estaba, empezaba una conversación que siempre se inclinaba hacia la porfías, los dos a tener razón.
Hablaban de la guerra que era el tema de aquellos años de opresión,  uno que era que sí el otro que no.
Amalia que todo lo empezaron los mineros del norte.
Y asi hasta que de pronto en la radio, que estaba puesta, aparecía una música característica, era la hora del “Parte”, que emitía radio Nacional de España todos los días a la misma hora de corte propagandista y mientras lo escuchaban se acababa la porfía y se terminaban de comer el dulce. Se levantaba, la hermana le acompañaba hasta la puerta mientras iban hablando, despidiéndose, se marchaba hasta la próxima visita.


LOS PRESTIÑOS:


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Amalia, dicharachera, con calma, aspavientos y risotadas, empezó hablar logrando, enseguida ser centro de atención con ocurrencias que provocaban risas.
Aquella tarde llovía y estábamos sentados esperando los prestiños, de una fuente tapada con un paño blanco, mientras nos lo íbamos, comiendo, Amalia empezó a contar como aprendió a hacerlos en  su mocedad.

 En los años  pasados en la casa de María Gil, comadre de sus padres, muy diestra con la repostería,  ocurría que cuando se ponían a hacer prestiños, el olor de la fritura se hacía paso y se iba extendiendo por los corrales de la vecindad.

Quedando en el ambiente el aroma que hacía que las vecinas más curiosotas, se acercaran a ver que estaban haciendo.

Las casas estaban siempre abiertas, solo un gancho lograba tenerlas entreabiertas, era fácil de quitar, abrir, entrar y ver que estaban haciendo.

Descubriendo,  que encima de la mesa camilla había una fuente llena de suculentos prestiños que aun estaban calientes,                º listos para ser enharinados de azúcar.

Al ver los  dulces, las vecinas, golosamente valoraban la buena pinta que tenían. Amalia y su comadre se sentían tan alagadas que empezaban a dar a probar, a todas las que iban llegando, para que no se enfadaran las que no habían acudido, les mandaban prestiños.

De forma que la fuente pronto se quedaba vacía, apenas le quedaba para probar ellas con el resto de la familia. Esto pasaba siempre.

Tanto éxito y halagos, acabó por no agradar a las dos mujeres que según decían, se hartaban de hacerlos y se los comían unos y otros y apenas le quedaban para los suyos.

Decidiendo que la próxima vez que los hicieran, para que la vecindad no tuviera constancia de ellos, se irían al pajar de María Gil que estaba en la otra parte del pueblo, a si nadie se enteraría.

Cuando llegó el día, se levantaron al amanecer a una era de noche. Cuando salieron de casa rumbo al pajar  con los avíos introducidos en dos baños que se pusieron en el cuadril, muy sigilosamente se encaminaron al lugar decidido.

Cuando llegaron, el día estaba viniendo y empezaron a               hacer una gran candela, que una vez pasada, surgieron las brasas. Pusieron encima de ella la estrébedes, sobre ella un caldero  que se llenó de aceite de las aceitunas de la última cosecha traída del molino.
Amalia empezó  a hacer la masa, pero algo debía haber hecho mal pues la mezcla no ligaba, y optó para que se consolidara, echarle más ingrediente y así una y otra vez, pero nada.
Intentaba arreglar el desaliño, y seguía echando, ahora un poquito de aceite, que nada, pues más harina, que no iba, mas azúcar, que no, levadura que tampoco, a ver si con más vino esto liga de una vez.

Como no dejaba de echar ingredientes, el baño se fue llenando de masa siendo imposible manejarla y amasar por la gran cantidad resultante.

Cuando María Gil había puesto la lumbre a punto y echado el aceite en el caldero, para que se fuera calentando, fue hacia donde estaba Amalia llena de apuros. La cara de María, tomó toda clases de variaciones; primero abrió la boca desmesuradamente, la cerró, se puso una mano en la frente, mientras con la otra manoteaba diciendo: - Ay Amalia hasta cuándo vamos a estar haciendo prestiños si la masa que has hecho es para un regimiento y el aceite que vamos a gastar-.

-Amalia por Dios, como has podido hacer esto y no darte cuenta.

-Mira María, como ha salido tanta masa, tan buena, vamos hacer prestiños hasta que nos cansemos, el resto, lo repartimos y no quitamos de dar prestiños.

 Dicho y hecho hicieron hasta que se acabó el aceite.
Ya era el atardecer cuando acabaron y regresaron a casa donde tomaron la masa sobrante que estaba en un barreño.
Se fueron casa por casa de las vecinas y familiares cercanos y les decían: - mira, para que hagáis los dulces que tanto os gustan, hemos decidido haceros la masa y los hacéis  vosotras-. Tomaban un trozo de masa en la mano que la dejaba caer sobre el plato que la vecina le sacaba, que quedaban sorprendidas, pues ellas creían, que lo que iban a poner, encima del plato eran los dulces realizados y las caras eran de asombro pues no comprendían al ver la masa sobre el plato.

Amalia y la amiga, después del reparto, en casa, empezaron a reír por la ocurrencia que habían tenido, evitando regalar dulces realizados.
Cuando, lo contaba acababa riendo a carcajadas, medio asfixiándose de la risa que trasmitía, haciendonos reír.
Vendrían años de crisis, en  1960 cuando  la emigración fue la alternativa. Penoso  éxodo ver partir a familiares tan queridos;  decía su hermano José, “compañero de aventuras”.
En Madrid con sus hijos encontró bienestar que le permitió vivir feliz, cosa que no impedía la añoranza por sus raíces y siempre que podía venía a Almendralejo.
La casa del Barrio del Aeropuerto, estaba abierta para todos.
LOS PERCEBES:
Amalia de lo que tenía lo ofrecía, su casa y lo que se  precisara y a la  familia más. Un año decidieron ir a verla.
 Años atrás, para ir a Madrid, al  no saber bien  desenvolverse en la ciudad  se tomaban  unos coches enormes, que iban todos los días a la capital, llamados “de puerta a puerta”.
El dueño,  se llamaba Cándido, empresa de un pueblo de las inmediaciones, que te tomaban en tu casa y te dejaban en la del familiar que ibas a visitar.
Una experiencia de muchas horas, compartiendo codo con codo con los demás viajeros, que se iban incorporando hasta llenar el vehículo de maletas que se iban remetiendo; el conductor riñendo por el excesivo peso,  el poco caso que se le hacía, si quería y si no también, como decía el buen hombre.
Era de madrugada cuando salieron en un destartalado coche de ocho plazas amontonado más que montado.
Cuando llegaron,  Amalía  estaba esperando a  los miembros de la familia más el novio de la sobrina, que fueron acomodados en su piso , eran tantos que  es de agradecer, valorar el amor que  tenía por los suyos y ser visitada por las personas del pueblo.
Pasaron unos días, visitando la capital, con recuerdos  que nunca se olvidaron.  El degustar tapas  en 1970; de ver, conocer  lugares vistos  en las películas.
Para ir del barrio  al centro de Madrid, se utilizaba un autobús que iba a Diego de León, donde se tomaba el metro hasta  Sol.
 Bajar escaleras, caminar por pasillos, chocando con personas que ni miraban con los que tropezaban en un caminar tan rápido que acabaron por llevarlos en voladas al exterior.
La brisa les hizo reaccionar, sorprender se al ver la puerta del Sol, tan animada, llena de  personas en un ir y venir de caras inexpresivas con un rumbo que ella sabría a donde iban.
Empezaron  a caminar, encontrando bulliciosas personas  hasta dar con la calle de la Victoria, donde estaba el bar conocido por “EL ABUELO” que servían en un platito, siete gambas a la plancha, por quince pesetas.
 El establecimiento estaba tan lleno que las gentes degustaban los  marisco en el exterior mientras charlaban animadamente.
Deambulando  chocando con animados  gentíos,  viendo  tascas que en sus escaparates dejaban ver manjares, fijandose en unas formas de patitas que les dijeron que eran “PERCEBES”  lo mejor del mundo para ser saboreados, dijo el dueño.
Los presentes los comían con soltura, con cara de estar ricos, decidiendo probarlos.
 Cuando el camarero, los sirvió, por más que intentaban abrir no lo lograron, pero por no dar la nota optaron por pagar, como habían costado caros, no estaban dispuesto a dejarlos,  decidiendo con mucho disimulo guardarlo y llevárselos.
Al llegar al barrio del familiar, entraron muy jubilosos en la casa diciendo:  -mira lo que  traemos,  una cosa muy buena que te va a gustar-.
 Amalia que era más lista que todos los listos juntos dijo:  – a ver que es… son  percebes -.
 La cara de la mujer era una “poesía”, sorprendida, preguntó que era  a lo que le contestaron:  - una cosa muy buena, pruébalo-.  - ¿y cómo se abren? -  se  miraron, sin saber que decirle,  pues eso querían saber ellos, como se comían.
Muy tranquila se sentó y dijo:
-Mira, comerlo vosotros pues esto lo habéis traído porque a vosotros ni os gusta ni sabéis abrirlos, cuando aprendáis me lleváis al lugar donde los sirven y los comemos juntos-.
La respuesta causo tanta risa, por la ocurrencia que  la felicitaron por lo lista que una vez más había sido.

EL CHOCOLATE:

 Al ser  muy golosa, una de sus debilidades era “el Chocolate” pero no cualquiera, a ser posible de “Matías Lopez” según ella, el ideal para espesar, pues eso sí como ella decía “el chocolate espeso y las cosas claras”.



Fue para ella el chocolate una debilidad, no admitía que fuera claro, le ponía de mal humor que lo sirvieran mal realizado, cuando así sucedía se enfadaba.

Para demostrar que era “aguachirri”, introducía la cucharilla en la taza y la subía y la entraba en la taza, mientras decía “ESTO ES CHOCOLATE”.

No aguantaba que esta delicia no estuviera bien espesado, la autora de la cocción sin reparo ni temor a molestar le decía: -“! agua chirri!"-. Contestando que esto no es lo que ella conocía como chocolate a la taza, y entraba una vez y otra la cuchara en el recipiente con una gracia que provocaba carcajadas al tener razón, acabando todos riendo de sus ocurrencias  tomándolo a guasa.
Amalia, decía que uno de los mejores chocolates que había degustado, había sido el del bautizo de su ahijada y sobrina Katy.

En aquella época, en Almendralejo, a las parturientas era costumbre obsequiar con una media libra o una libra de chocolate (tableta), que era un lujo en aquellos tiempos.
Y es que a la madre de la bautizada, se volcaron en regalarle chocolate, siendo tanta la cantidad de chocolate para hacer, que bebido era una delicia pero no era  gustoso de comer, consumiendo  el que llevaba leche que se acabó rápido decidiendo convertir tanta tableta en chocolate a la taza. 

El día del bautizo se levantó temprano,  empezó a cortar el chocolate en finas láminas hasta convertir las tabletas en virutas que fueron fundidas, a fuego lento,  convirtiéndose en un suculento manjar que todos disfrutaron acompañados “por un Pan de Bizcocho”, regalo de un pariente que era lo máximo en una fiesta.

Los bautizos eran cualquier día de la semana y los asistentes eran los niños que acompañaban a la madrina. Pues el padre estaba trabajando en el campo y la madre se quedaba en la casa realizando el convite.
Como los bautizos tenían lugar a las cinco de la tarde, Amalia una vez en la casa de la ahijada, tomó a la recién nacida de la cuna; la vistió con el traje bautismal, regalo de la abuela Isabel realizado por una buena bordadora como fue Mariana y confeccionado por igual costurera.

Una vez vestida la niña, en sus brazos, la madre, le puso Amalia la capita del traje bautismal por encima del hombro y salieron dirección hacía la parroquia de la Purificación como único acompañamiento, la chiquilleria.

En la iglesia la esperaba delante de la pila bautismal el sacerdote Don Jesús que los recibió e invitó a que se acercaran y entonces empezó el ritual.
Finalizada la ceremonia volvieron a casa donde al ir llegando, el olor del chocolate, se iba percibiendo; más al abrir la puerta de la casa, el olor era como si quisiera escaparse, volátilmente buscando la salida, en su huida el aroma iba chocando con los olfatos que apartaban con ansias deseando degustar el manjar.
Una vez en el interior, AMALIA entregó a la cristianada, a la madre, que le llenó la carita de besos.
El padre que había vuelto de la faena agrícola, miraba temeroso de expresar sentimientos, pero contento y jubiloso invitó a los presentes a sentarse en la desvencijada camilla de la cocina.

Donde las tazas de las ocasiones, esperaban delante de la cafetera de porcelana para ser llenadas del chocolate humeante, que se colaba por el chorro por donde se iba deslizando y llenando los enormes tazones, que eran colmados hasta los bordes.

La madrina tomó asiento en la butaca de mimbre algo desmembrada por los años, la arrimó a la mesa con sus manos regordetas, asió la taza y la puso a la altura de la boca.
Antes, introdujo la cuchara en el recipiente y la dejó de pie en el chocolate para ver la textura y si estaba espeso.

Mientras, todos expectantes a ver que decía la tita Amalia, que levantaba y entraba la cuchara varias veces en la taza volteándola , dijo: -ESTO ES CHOCOLATE DIGNO DE LA BAUTIZADA-

Y los presentes riendo y contentos empezaron a migar la porción de bizcochos en la taza que, al ser comido, iban llenándose las comisuras y partes superior de los labios.
Mientras la madrina no dejaba de decir: -ESTO ES CHOCOLATE PARA RECORDAR Y DISFRUTAR”-.


SE LLAMABA JUAN MANUEL,  PERO SUS PAISANOS LE CONOCÍAN POR EL "NIÑO"

 HAN PASADO LOS AÑOS, AUN RECUERDAN EN EL PUEBLO A"EL NIÑO GIL" COMO LUCHADOR DE LIBERTADES, DE ESTIRPE REPUBLICANO.

LAS PALIZAS QUE RECIBÍA ERAN TAN FUERTES QUE, PARA ALIVIARLAS Y LOS HORRORES PASADOS EN LA GUERRA, BUSCABA ALIVIO EN LOS VAPORES DEL ALCOHOL A VECES, PERO ERA TAN SALADO QUE HASTA PARA ESO TENÍA CLASE Y ARTE.

SE ANTICIPÓ AL NACER EN VARIAS DÉCADAS, AMABA LA VIDA, LAS FORMAS DE VERLA, NO ERA LO QUE SE TIENE DELANTE DE SUS OJOS.
 PENSABA QUE LOS TIEMPOS ERAN BLANCO Y NEGROS PARA UNA SOCIEDAD MUY MAYORITARÍA Y DE COLORES DIVERSOS PARA OTROS.

AÑOS DE INCOMPRENSIÓN, OSCUROS, CERRADOS A DIFERENTES CULTURAS Y LIBERTADES, QUE LA REPRESALIA CONSISTÍA EN CASTIGARLO NO EMPLEÁNDOLO EN NINGÚN OFICIO.

PERO SU ALTANERÍA, UNIDO A SU INTELIGENCIA, NO SE DIO POR VENCIDO.

ADQUIRIÓ UNA MULA QUE EL EJERCITO VENDÍA, REALIZANDO UNA BUENA COMPRA PUES LAS TROPAS DURANTE LA GUERRA, AL IR REQUISANDO BESTIAS, HABÍAN JUNTADO UNA EXTENSA CUADRA, CABALLAR, QUE NO PODÍA SOSTENER Y LAS VENDÍAN NO POR MUCHO, LOGRANDO ASÍ UNA BUENA MULA.

CON LA QUE TRABAJABA LAS TIERRAS DE OTRAS PERSONAS QUE LO CONTRATABAN.

FUE UNA PERSONA CARIÑOSA ENTRAÑABLE, LUCHADOR DE LIBERTADES.

"NIÑO GIL" QUE ESTAS EN LOS CIELOS, RECUERDO TU RISA Y TONO DE VOZ,  CONSEJOS LLENOS DE FILOSOFÍA, CERTEROS.
 TU CARA INFANTIL SIEMPRE SONRIENDO.
AFRONTANDO TODO A CARA DESCUBIERTA COMO LO HACEN LOS "HOMBRES DE ESTIRPES DE LA TIERRA DE BARROS".
TU GUIABAS LA BESTIA HACIENDO SURCOS RECTOS SOBRE LA TIERRA.
 LLENO DE CAMINOS Y SENDEROS AL IR AL TAJO, DE CONVERSACIONES LLENAS  DE LIBERTAD QUE POR DONDE CAMINABA NO ENCONTRABA.
 ILUSIONADO EN QUE SUS HIJOS Y NIETOS DISFRUTARAN DE TIEMPOS MEJORES Y VALIESE LA PENA LO SUFRIDO POR ÉL.

EL SER HUMANO  DEBE SENTIR LA LIBERTAD AL PISAR LA TIERRA, DEJANDO  HUELLAS DIFUSORAS DE LA HISTORIA QUE LE TOCÓ VIVIR.
 NUNCA SE DEBE PASAR PÁGINAS EN BLANCO, NI ARRANCAR LA HOJA QUE CUENTA LA HISTORIA LLENA DE IDEALES DE UN JOVEN.           


Un compañero de labor lo describe como un hombre sencillamente honesto, campechano, confiado y generoso en dar su aprecio a la gente buena. Que junto con Amalia logró, a pesar de las dificultades del momento, impulsar hacia adelante a sus cuatro hijos.
         El único pecado que algunos dicen que cometió y por el que le castigaron sufriendo cautiverio final en un campo de concentración gallego antes  de ser liberado sin cargos, fue el de servir en las filas del legítimo Gobierno que el pueblo español había elegido; pues estuvo en un cuerpo del ejército mayoritariamente leal a la derrocada República de España, de ahí la represalia.  Sus valientes ideales fueron aplastados  en la contienda civil, pero no consiguieron doblegar su ánimo y esperanza progresista de un mundo más justo para todos.
       Al niño le quedó la satisfacción de que en vida, las Leyes de un Gobierno democrático transmitieran a través de un pequeño gesto compensatorio, la habilitación y reconocimiento por su contribución de lealtad y servicio a este país, porque no todos han  podido ver o recibir este merecido acto de justicia.
         Sus hijos se sienten orgullosos de haber tenido tan buen padre. Y como persona, desde el cosmos por donde pasea junto a Amalia, da las  gracias a los seres humanos que como él, en activo o en pasivo, se sacrificaron por defender valores de libertad.

         Su hijo, como descendiente, se  enorgullece (entre muchas otras razones) que  venciese con propia voluntad al  alcoholismo crónico social de la época debido al daño moral, físico y genético que toda guerra causa. Es síntoma para mí que, al irse corporalmente de este mundo, habiendo superado esa fina atadura, sanó tales heridas.
        Señor MAXIMILIANO CLEMENTE;  siempre es un grato honor saber de la existencia de nobles personas como usted que recuerdan a otra buena gente. Ello mantiene viva la relevante luz de los que supieron amar y siempre serán queridos, por sus hechos y forma de ser.
Personas sencillas de pasos firmes sobre tiempos de formato cuadriculado y como ella decía:
 -“¡O lo tomas  y si no también!”-.




Isabel Coronado Zamora.











Portada


AMALIA  Y SUS COSAS
LAS COSAS DE AMALIA
 Amalia  nació, se crió y pasó parte de su vida,  en la zona conocida como los “ENTRINES” ( Avd. de América), que en árabe significa “arroyo verde”.

 Hoy es una gran avenida que nada se asemeja con lo que fue. Cerca, pasaba en la parte baja un pequeño arroyo llamado en un tramo “CHARNECAL” y en otro  “AIRON”; sus márgenes estaban llenas de plantas medicinales, aromáticas, para infusiones como el “Poleo”, también crecían “Cardillos” y  tagarninas. También hubo una alberca llamada la “nueva” de brocal más alta que la llamada la alberca “vieja” las dos tenían como finalidad frenar las riadas.
Lugar de juegos para niños, también era   la gran “Era” que se divisaba en frente de su casa, donde las máquinas durante la siega no dejaban de funcionar con un ruido atronador, de noche y de día. Los segadores, cubrían la cabeza, con enormes sombreros de paja para aliviar el calor y los rayos de sol que caían despiadadamente  sobre sus camisas sudorosas. Acompañadas de un pantalón de pana y calzados con unas alpargatas atadas a la pierna, con suela de goma, cuando  se caldeaba se pegaban  a la plata del pie como una segunda piel.

En los “Entrines”, había diversidad en vecindad, se convivía y respetaban  llegando entre ellos a más que vecinos, familia.  La inolvidable Gila, La chacha Manuela y su hija  Isabel, casada con el apodado  Marraita,  la gitana llamada  Pepa que fue atropellada por un coche, de los pocos que  pasaban por aquel entonces cuando iba a por agua a la poza;  la Viruta, María Pozo la del Feo la del hoyo,  Juana la Ginoveba , Paca y su marido Fermín que era camionero,  Vivian por encima, conocidas más por apodos que por apellidos.

 Las márgenes de la carretera estaban limitadas por enormes barrancas,  terreno muy desigual sin pavimentar, donde  las gallinas andaban sueltas, al llegar la noche se recogían “y hay si faltaba alguna” que no sucedía.
La familia,  además de hacer  todo oficio, uno de ellos, eran  cazadores,  agricultores con frondoso huerto en el camino de “Usero” vergel que daba verdura  y bienestar a la familia para disfrute de una economía estable, nada tenían y nada necesitaban.
La madre en la cocina, desde muy temprano,  preparaba guisos, para la familia, olor que se espaciaba por la vecindad, que iban pasando a saludarla, esta enseguida las hacía sentar y que probaran lo elaborado, a si trascurría la vida, llena de  escenas cotidianas.
Amalia, lista como el viento, con su gracejo y ocurrencias,  al oírla la risa estaba asegurada.
 Sus negocios y afanes de sacar dividendos,  para su boda que estaba cercana.
 Raro era el día que no se levantaba con alguna ocurrencia,  contaba su hermano José, pero la de aquella  mañana fue de las mejores para recordar contaba él.
 Amalia se levantó de la cama,  algo desgreñada,  rascandose la cabeza se dirigió decidida a la cocina, a almorzar  (desayunar) donde estaba la familia alrededor de la candela,  mirando las migas recién hechas,  todos listos para entrar la cuchara, dentro del  perol que estaba  encima de la  trébede arrimada a las brasas de la lumbre.
Amalia, muy lentamente tomó una silla y fue empujando a los demás hasta hacerse un lado para percibir el calor de las llamas  y tendió una mano para que su madre le diera el plato de migas.
Y empezó a bostezar mientras las comía, y sin dejar de hacerlo empezó a decir  – mamá como me voy a casar tengo que hacer dinero, así que me vas a dar huevos de tus gallinas ”clueca” y se los  voy echar  a ellas, para que me salgan pollitos-.
 Y las que salgan gallinas las criaré y cuando estén ponedoras venderé sus huevos y los pollos cuando estén engordados me los compras tu, y claro para criarlos me das tú el trigo.
 En aquellos años en la campiña de Tierra de Barros, el cultivo principal era el cereal y una vez segado  se trasportaba en carros, tirados por   yuntas de mula a las eras que rodeaban Almendralejo  para ser trillado y limpiado el grano.
 Y las hormigas, que habitaban en las eras, almacenaban gran cantidad de cereal en el interior de sus hormigueros,  que formaban grandes montículos,  que buscaban  el avilés, mujeres que sacaban y limpiaban de hormigas para alimentar a las aves y otros animales del corral (eran formas de antaño de ahorrar unas “perrinas”).
Pues bien, la madre retolica por no estar mucho de acuerdo, pero como siempre cedió y ocurrió que Amalia crió los pollitos, que pusieron huevos que acabó vendiendo a su progenitora y la madre con gracia le decía – Amalia, como me vas  a cobrar dinero por los huevos de las gallinas que alimentas con el trigo que te doy y encimas los huevos son  para cenar tú  - a lo que ella respondía  -mamá, ¿entonces como voy a juntar para llevar un dinero para mi vida de recién casada?
La madre, se veía liada por las cosas de la hija y  defendía de lo indefendible; pues Amalia para todo tenía repuesta, hasta que se cansaba  la madre y optaba por pagarle los huevos con tal que  dejara de hablar la hija y cenara a ver si con la boca  llena se callaba.
Fue Amalia persona trabajadora y limpia (mujer de su casa como se decía entonces).
El lavar la ropa era una tarea recia, pesada, al no haber agua en las casas y tener que acarrearla, se utilizaba el lavadero que estaba en las  inmediaciones; al lado de las  pozas cercanas  que  estaban al final de la calle la Fuente.  Ayudaba a su madre a lavar ropa propia y ajena.
Colada que  tendían sobre los prados para que se soleara,  cuando las recogían olía a menta, eran tejidos bruscos,  muy rugosos, para ser planchados había que rociar de agua y doblarlos muy bien para  agilizar el planchado.


 Planchar, le resultaba aburrido,  pesado, aunque la plancha  de carbón  había sido sustituida por la eléctrica, un avance muy grato que  aligeraba la tarea.
 
A ella le seguía aburriendo,  para a aliviar la monotonía de hacerlo a solas se iba   a casa de su madre que gruñía nada más sentirla llegar y verla  abrir la puerta.
Amalia le  respondía , con tanta palabrería, que acababa por aburrir, la madre  se ponía  la mano en la boca,   cuando ya estaba un poco harta, mientras, hoy a su otra hija Manola decirle, -¡ mama déjala ya ¡.
Y Amalia,  arrastraba la camilla que ponía en medio de la casa  tapando el pasillo, sacaba  la plancha, desenliando el cable que enchufa en el único enchufe, implantado a la vez en la boquilla de la bombilla que colgaba del único arco de la casa y daba luz al pequeño comedor.
Con gracia, manejando la plancha con arte,  con dominio, mientras entonaba coplillas mirando de reojo a su madre
Al sentir la puerta abrirse siguió sin dejar de hacer el menester,  empezó a sonreír, dando la bienvenida a los sobrinos, que entraron alegres  sentándose en  las sillas de asientos de juncias.
 La abuela,  dio  un trozo de pan, de miajón blanco, con  un pedazo de  queso fresco de  sabor  agrio,  por estar en el  arca de madera,  donde  guardaba los alimentos.
En la reunión familiar, todos querían hablar,  de pronto suena un gran ruido, todos se miraron, el olor les hizo comprender que alguien se había ido del punto un “pedo”, a ver quién había sido,  negándolo los presentes,  a ver quien había sido.
Amalia empezó a reír con  una sonrisa como si lo hicieran, para dentro  diciendo a ver quién es.
La  madre,  conociéndola se levantó,  hablando entre dientes, escuchando  la chiquillería, que se acusaban entre ellos.
Entonces  levanta la mano libre, dejando la plancha aparcada en el planchador, diciendo -¡alto! ya se cómo se va a descubrir quien ha sido-.  - ¿Cómo?- contestaron intrigados-.
Que  enseñe las manos quien las tenga más coloradas.
Aquí, que la más decidida y dispuesta para demostrar que no había sido ella enseño la suya, y  la tita muy tranquila las miro y dijo después de verla, -tu has sido, - como – respondió la cría- pues si hija con esto, quiero enseñaros  que debéis ser cautos, desconfiar de las apariencias.
 (La verdad de la explicación, serían los años las que nos la irían aclarando)
Era gracioso contar a su hermano, que días antes de casarse había que preparar el colchón para la cama matrimonial. El padre le trajo lana, pues entre los múltiples oficios uno era esquilador de ovejas.
 Contaba que el hombre llegó risueño,  llamó a su hija para que se asomara a la puerta y viera,  la mula cargada a ambos lados del lomo con grandes “jergas” (costales)  llenos de los mejores vellones.
 Zalamera, agradecida y risueña,  al día siguiente se puso a la tarea de limpiarla y acondicionarla para llenar el colchón del lecho matrimonial. Que en aquella época era un lujo, pues los colchones en la mayoría de las casa, se llenaban con las hojas  de las mazorcas  de maíz.
Cuando estuvo lista la lana,  después de una dura tarea, empezó a entrarla en la funda.
 La madre le dijo – parece mucha lana te va a sobrar-. Contestación de ella -ay no mama esta entra toda-. -pues te va a costar trabajo la tela va a reventar-, -que no que me la ha regado mi papa-. Contaba su madre que el colchón no reventó aquella noche de milagro.
AMALIA NIÑERA
Al ser la mayor, era la encargada de cuidar a sus hermanos, pero uno de ellos, se crió muy flaco y debilucho.  Al que le dedicaba más tiempo, pues entonces la mortandad infantil era muy grande, siendo raro el día que no había un repiquete de algún niño de alguna lavandera, los encargados de llevar el féretro eran los chiquillos, contaba José que eran uno de los encargados con otros amigos de llevar la cajita hasta la ermita de Santiago donde se celebraban los entierros, aprovechando la plaza para despedirlos.
Pues bien Amalia tenía a su hermano José a todas horas en brazo, no lo dejaba,  verla sin él era cosa rara, el niño era grande, de piernas  flacas y largas, que colgaban, cuando la hermana lo tomaba en brazos,  al  escarrancharlo, en el cuadril,  las piernas parecían  flotar de un lado para otro todo el día con el niño en brazo, una imagen, grotesca.
 Una gitana, castiza en cuanto  la veía tan celosa por el hermanillo  le decía. –Amalia que flaco está – ella ni caso,   para oírla le decía—más te interesa tirarlo- cosa que le hacía reaccionar,  muy aireada le contestaba-  Que lo voy a tirar—anda que cosa tiene.
José creció, se volvió fuerte como el viento del norte, noble como los olivos que cultivaba y hábil como la azada que se clavaba en la tierra que amó.
LA COMPRA:
De siempre había sido la encargada de realizar la compra e ir a la plaza de Abastos  (mercado) en aquellos años era un oficio más el ir diariamente a hacer la compra.


Eran fiel a sus vendedores, para la carne Gaspar,  el queso y chacinas selectas Carmen la del “queso”  y María la Ruviala.
 El pescado “Romero”, las legumbres la “señá” Carmen la de Barrio etc .

Temprano todas las mañana con una gran cesta de mimbre rojo, se encaminaba.
A la vuelta siempre entraba en la tienda de comestibles de Pedro Plaza.

De vuelta,  en su vivienda dejaba lo suyo e iba a casa de sus padres con los encargos que la noche antes le pedía esta. De camino, antes se paraba en la tienda de Guillermo Jaen, que era el comercio de su madre y allí compraba los “mandaos”.  Estas dos tiendas estuvieron en la calle Malos Vinos.
Amalia llegaba pausadamente y empujaba la puerta de la casa, que en cuanto se la movía chirriaba dolorosamente, nunca recibió una mano de pintura y la madera blanquecina se había ido resecando, agrietando y torciendose con los años, resaltado las alineadas cabezas de clavos sobre la madera. 

Amalia pesadamente con la compra, subía el alto umbral y entraba dentro en la vivienda y decía –mama ya estoy aquí-.

Y aquí empezaba lo de “Siempre” como ella decía.
La  matriarca, la esperaba sentada, arrimada a la mesa camilla y sobre ella un motón de garbanzos que había sacado de una bolsista, las legumbres que  estaban ennegrecías de ser contadas todos los días, al ser utilizados para realizar la cuenta del mercado.
-Mira te traigo la compra- y a continuación se sentaba y decía: -se me ha importado tanto y dame cuanto—
A lo que la madre le respondía: -Alto, la cuenta la vamos hacer por parte y dime el precio de cada cosa. 

—Hay mama siempre lo mismo, me tienes harta de tanta desconfianza, se me ha importando esto que esta apuntado en el papel y ya está- 

-Ah no-. Decía la madre -tu me dices el precio y yo echo la cuenta—

-Bueno-, respondía.  Empezaba la madre a hacer montoncitos de garbanzos con el coste de cada cosa y así hasta que terminaba  de echar la cuenta.

Pero rara vez le  cuadraba,  Amalia le decía que era más, siendo un tira y afloja entre las dos hasta que la madre veía que había contado más garbanzos o menos.

Cuando terminaban, Amalia estaba exhausta de tanta porfía y decía a su hermana: – Manola, tráeme un café, échale bastante Achicoria, bien dulce y magdalenas que estoy en ayunas.

Manola ponía encima de la anafre de carbón, una cafetera ennegrecida por las llamas y empezaba a soplar con el soplillo hasta que tomaba fuerza, el fuego, la cafetera empezaba a dar resoplidos al hervir la mezcla dejando salir, por las comisuras del utensilio que se iba derramando encima de las llamas que la hacía chillar, soltando chispitas como si fueran fuegos artificiales.

El liquido humeante era depositado en un enorme tazón de china, como decían en la casa, que ponían encima de la mesa. 

Con destreza lo arrimaba hacía ella y empezaba a picar muy tranquilamente las magdalenas en el tazón.

Mientras respondía a la madre, que no acababa de estar conforme con la cuenta, e iba introduciendo las legumbres en la bolsita para el día siguiente,  guardándola en una abertura de la falda donde estaba la faldriquera.

 Amalia mientras, con la cuchara sopera iba comiendo asintiendo con la cabeza, “a los relatos de la madre” pues no acababa de aclararse y le respondía:  -Si mama, que sí mama-.
La calma, al responder mientras comía, iba aburriendo a la anciana y optaba esta, por dejarla desayunar, mientras lentamente, se ponía una mano tapando se la boca gesto que era habitual en ella, como señal de que ya no hablaba más.
Al día siguiente comenzarían otra vez las porfías, por las cuentas y compras realizadas.
Nunca se alteraba, tenía dichos y chistes para la desconformidades de la madre.

Amalia era golosa en extremo, junto con su hermano José, buscaban la forma de comerlos sin que la madre se enterara.
Cuando llegaba Semana Santa, era costumbre ir a la tahona y hacer una gran variedad de dulces.

Los hornos se llenaban de mujeres para hacerlos para el llamado día de las boyas, que eran el domingo de resurrección.
En la casa eran todos muy golosos y la madre nada más llegar de la tahona, para que los dulces llegaran para el día señalado, los guardaba en una gran arca que era cerrada con llave para evitar tentaciones.
Cuando llegaba la noche y todos dormían, iba en busca de su hermano José y sigilosamente, iban a la habitación donde estaba el arca a la que habían buscado la forma que, entrando un alambre, sacaban los dulces y juntos, se ponían ciegos degustándolos.
La madre por si acaso estaba alerta y en cuanto oía un ruido iba a ver,  si la llave estaba echada y el arca bien cerrada y se iba a la cama desconfiada pero no había nada que le alarmara.
Pues para no ser descubiertos,  se iban a sus respetivas camas. José los ponía debajo de la almohada e iba comiéndolos hasta que le llegaba el sueño.
Cuando a la mañana siguiente iba su hermana Manola hacer la cama siempre le llamaba la atención los círculos manchados que había debajo de la almohada.
Sanamente y alarmada  empezaba diciéndole a su madre: – ay mama, que redondeles hay en la cama de José debajo de la almohada-. La madre no le hacía caso.
 Ella, impaciente para saciar la curiosidad, esperaba al hermano al atardecer cuando llegaba del campo, le decía: –José, ¿de que serán los redondeles de grasa que hay en tu cama? y el otro siempre le contestaba con lo mismo.
Eso es que no lavas bien y quedan las manchas de un día para otro.
A la hermana no le cuadraba la explicación, que de  tanto repetir lo mismo, logró que la madre descubriera lo que estaba pasando.
 Y los acechó por la noche, cuando estaban más entusiasmado intentando sacar los dulces y escuchaba Amalia diciéndole: -Tírate a las boyas y a las magdalenas, que esas no se rompe-, José que se pirlaba por su dulce favorito, las “Perrunillas” con el alambre arrastraba el dulce que se desmoronaba e irritaba a la hermana que se impacientaba. Cuando la madre encendió la luz de pronto y los vio, levantó la escoba que llevaba en una  mano y a escobazos los mandó a la cama.
Y  mientras iba a su dormitorio, iba repitiendo: – ay Dios, no me duran nada con estos glotones-. Mientras, el padre desde la cama se le escuchaba: - Isabelilla deja ya que hay sueño  y mañana hay que madrugar, lo que tienes que hacer es más dulces y que coman todo lo que quieran verán cómo se hartan-.


SIEMPRE ESTUVO.

Recordar la casa de los Entrines es divisar en los recuerdos esta fotografía, Siempre estuvo colgada de la pared del pequeño comedor, imagen que al llegar te quedaba impactada.
Una de las aficiones de Amalia fue coser y  leer. Como eran muchos los quehaceres de la casa en estos años, lo tenía que hacer por la noche, pero le sucedía que si leía le entraba sueño, entonces se ponía a coser la ropa que le confeccionaba a su familia.
Y cuando volvía el sueño, retomaba la lectura.
 Su hermano José le gustaba visitarla y ella le decía: – mientras yo coso tú me vas leyendo la obra, Llamada entonces a las novelas que eran entregadas por fascículos; publicaciones que eran muy leídas, que se  prestaban entre las amistades, se daban un tiempo para ser devueltas.
El hermano empezaba pausadamente mientras la otra cosía, ocurría que como era por la noche, el hombre harto de trabajar mientras iba leyendo le iba entrando mogango (sueño) y se iba aletargando. De que se daba cuenta le decía avispadamente: - José espabílate que no la vamos a terminar en la vida y  tengo que dársela a su dueña con lo interesante que está-. Contestación del hermano —Esto es bonito, si es un pan mascado-.
Era el momento, de hacer un alto en la de lectura y costura. Se levantaba e iba al aparador que estaba en medio de la casa y de la parte baja sacaba un trozo pastel llamado “ Manga de Gitano”  realizado por ella, estupenda repostera.
 Con en el trozo de dulce en la mano, se lo daba; el otro con ojos chispeantes lo tomaba con gusto pues era muy goloso.
 Y mientras lo degustaba alabando lo bueno que estaba, empezaba una conversación que siempre se inclinaba hacia la porfías, los dos a tener razón.
Hablaban de la guerra que era el tema de aquellos años de opresión,  uno que era que sí el otro que no.
Amalia que todo lo empezaron los mineros del norte.
Y asi hasta que de pronto en la radio, que estaba puesta, aparecía una música característica, era la hora del “Parte”, que emitía radio Nacional de España todos los días a la misma hora de corte propagandista y mientras lo escuchaban se acababa la porfía y se terminaban de comer el dulce. Se levantaba, la hermana le acompañaba hasta la puerta mientras iban hablando, despidiéndose, se marchaba hasta la próxima visita.


LOS PRESTIÑOS:


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Amalia, dicharachera, con calma, aspavientos y risotadas, empezó hablar logrando, enseguida ser centro de atención con ocurrencias que provocaban risas.
Aquella tarde llovía y estábamos sentados esperando los prestiños, de una fuente tapada con un paño blanco, mientras nos lo íbamos, comiendo, Amalia empezó a contar como aprendió a hacerlos en  su mocedad.

 En los años  pasados en la casa de María Gil, comadre de sus padres, muy diestra con la repostería,  ocurría que cuando se ponían a hacer prestiños, el olor de la fritura se hacía paso y se iba extendiendo por los corrales de la vecindad.

Quedando en el ambiente el aroma que hacía que las vecinas más curiosotas, se acercaran a ver que estaban haciendo.

Las casas estaban siempre abiertas, solo un gancho lograba tenerlas entreabiertas, era fácil de quitar, abrir, entrar y ver que estaban haciendo.

Descubriendo,  que encima de la mesa camilla había una fuente llena de suculentos prestiños que aun estaban calientes,                º listos para ser enharinados de azúcar.

Al ver los  dulces, las vecinas, golosamente valoraban la buena pinta que tenían. Amalia y su comadre se sentían tan alagadas que empezaban a dar a probar, a todas las que iban llegando, para que no se enfadaran las que no habían acudido, les mandaban prestiños.

De forma que la fuente pronto se quedaba vacía, apenas le quedaba para probar ellas con el resto de la familia. Esto pasaba siempre.

Tanto éxito y halagos, acabó por no agradar a las dos mujeres que según decían, se hartaban de hacerlos y se los comían unos y otros y apenas le quedaban para los suyos.

Decidiendo que la próxima vez que los hicieran, para que la vecindad no tuviera constancia de ellos, se irían al pajar de María Gil que estaba en la otra parte del pueblo, a si nadie se enteraría.

Cuando llegó el día, se levantaron al amanecer a una era de noche. Cuando salieron de casa rumbo al pajar  con los avíos introducidos en dos baños que se pusieron en el cuadril, muy sigilosamente se encaminaron al lugar decidido.

Cuando llegaron, el día estaba viniendo y empezaron a               hacer una gran candela, que una vez pasada, surgieron las brasas. Pusieron encima de ella la estrébedes, sobre ella un caldero  que se llenó de aceite de las aceitunas de la última cosecha traída del molino.
Amalia empezó  a hacer la masa, pero algo debía haber hecho mal pues la mezcla no ligaba, y optó para que se consolidara, echarle más ingrediente y así una y otra vez, pero nada.
Intentaba arreglar el desaliño, y seguía echando, ahora un poquito de aceite, que nada, pues más harina, que no iba, mas azúcar, que no, levadura que tampoco, a ver si con más vino esto liga de una vez.

Como no dejaba de echar ingredientes, el baño se fue llenando de masa siendo imposible manejarla y amasar por la gran cantidad resultante.

Cuando María Gil había puesto la lumbre a punto y echado el aceite en el caldero, para que se fuera calentando, fue hacia donde estaba Amalia llena de apuros. La cara de María, tomó toda clases de variaciones; primero abrió la boca desmesuradamente, la cerró, se puso una mano en la frente, mientras con la otra manoteaba diciendo: - Ay Amalia hasta cuándo vamos a estar haciendo prestiños si la masa que has hecho es para un regimiento y el aceite que vamos a gastar-.

-Amalia por Dios, como has podido hacer esto y no darte cuenta.

-Mira María, como ha salido tanta masa, tan buena, vamos hacer prestiños hasta que nos cansemos, el resto, lo repartimos y no quitamos de dar prestiños.

 Dicho y hecho hicieron hasta que se acabó el aceite.
Ya era el atardecer cuando acabaron y regresaron a casa donde tomaron la masa sobrante que estaba en un barreño.
Se fueron casa por casa de las vecinas y familiares cercanos y les decían: - mira, para que hagáis los dulces que tanto os gustan, hemos decidido haceros la masa y los hacéis  vosotras-. Tomaban un trozo de masa en la mano que la dejaba caer sobre el plato que la vecina le sacaba, que quedaban sorprendidas, pues ellas creían, que lo que iban a poner, encima del plato eran los dulces realizados y las caras eran de asombro pues no comprendían al ver la masa sobre el plato.

Amalia y la amiga, después del reparto, en casa, empezaron a reír por la ocurrencia que habían tenido, evitando regalar dulces realizados.
Cuando, lo contaba acababa riendo a carcajadas, medio asfixiándose de la risa que trasmitía, haciendonos reír.
Vendrían años de crisis, en  1960 cuando  la emigración fue la alternativa. Penoso  éxodo ver partir a familiares tan queridos;  decía su hermano José, “compañero de aventuras”.
En Madrid con sus hijos encontró bienestar que le permitió vivir feliz, cosa que no impedía la añoranza por sus raíces y siempre que podía venía a Almendralejo.
La casa del Barrio del Aeropuerto, estaba abierta para todos.
LOS PERCEBES:
Amalia de lo que tenía lo ofrecía, su casa y lo que se  precisara y a la  familia más. Un año decidieron ir a verla.
 Años atrás, para ir a Madrid, al  no saber bien  desenvolverse en la ciudad  se tomaban  unos coches enormes, que iban todos los días a la capital, llamados “de puerta a puerta”.
El dueño,  se llamaba Cándido, empresa de un pueblo de las inmediaciones, que te tomaban en tu casa y te dejaban en la del familiar que ibas a visitar.
Una experiencia de muchas horas, compartiendo codo con codo con los demás viajeros, que se iban incorporando hasta llenar el vehículo de maletas que se iban remetiendo; el conductor riñendo por el excesivo peso,  el poco caso que se le hacía, si quería y si no también, como decía el buen hombre.
Era de madrugada cuando salieron en un destartalado coche de ocho plazas amontonado más que montado.
Cuando llegaron,  Amalía  estaba esperando a  los miembros de la familia más el novio de la sobrina, que fueron acomodados en su piso , eran tantos que  es de agradecer, valorar el amor que  tenía por los suyos y ser visitada por las personas del pueblo.
Pasaron unos días, visitando la capital, con recuerdos  que nunca se olvidaron.  El degustar tapas  en 1970; de ver, conocer  lugares vistos  en las películas.
Para ir del barrio  al centro de Madrid, se utilizaba un autobús que iba a Diego de León, donde se tomaba el metro hasta  Sol.
 Bajar escaleras, caminar por pasillos, chocando con personas que ni miraban con los que tropezaban en un caminar tan rápido que acabaron por llevarlos en voladas al exterior.
La brisa les hizo reaccionar, sorprender se al ver la puerta del Sol, tan animada, llena de  personas en un ir y venir de caras inexpresivas con un rumbo que ella sabría a donde iban.
Empezaron  a caminar, encontrando bulliciosas personas  hasta dar con la calle de la Victoria, donde estaba el bar conocido por “EL ABUELO” que servían en un platito, siete gambas a la plancha, por quince pesetas.
 El establecimiento estaba tan lleno que las gentes degustaban los  marisco en el exterior mientras charlaban animadamente.
Deambulando  chocando con animados  gentíos,  viendo  tascas que en sus escaparates dejaban ver manjares, fijandose en unas formas de patitas que les dijeron que eran “PERCEBES”  lo mejor del mundo para ser saboreados, dijo el dueño.
Los presentes los comían con soltura, con cara de estar ricos, decidiendo probarlos.
 Cuando el camarero, los sirvió, por más que intentaban abrir no lo lograron, pero por no dar la nota optaron por pagar, como habían costado caros, no estaban dispuesto a dejarlos,  decidiendo con mucho disimulo guardarlo y llevárselos.
Al llegar al barrio del familiar, entraron muy jubilosos en la casa diciendo:  -mira lo que  traemos,  una cosa muy buena que te va a gustar-.
 Amalia que era más lista que todos los listos juntos dijo:  – a ver que es… son  percebes -.
 La cara de la mujer era una “poesía”, sorprendida, preguntó que era  a lo que le contestaron:  - una cosa muy buena, pruébalo-.  - ¿y cómo se abren? -  se  miraron, sin saber que decirle,  pues eso querían saber ellos, como se comían.
Muy tranquila se sentó y dijo:
-Mira, comerlo vosotros pues esto lo habéis traído porque a vosotros ni os gusta ni sabéis abrirlos, cuando aprendáis me lleváis al lugar donde los sirven y los comemos juntos-.
La respuesta causo tanta risa, por la ocurrencia que  la felicitaron por lo lista que una vez más había sido.

EL CHOCOLATE:

 Al ser  muy golosa, una de sus debilidades era “el Chocolate” pero no cualquiera, a ser posible de “Matías Lopez” según ella, el ideal para espesar, pues eso sí como ella decía “el chocolate espeso y las cosas claras”.



Fue para ella el chocolate una debilidad, no admitía que fuera claro, le ponía de mal humor que lo sirvieran mal realizado, cuando así sucedía se enfadaba.

Para demostrar que era “aguachirri”, introducía la cucharilla en la taza y la subía y la entraba en la taza, mientras decía “ESTO ES CHOCOLATE”.

No aguantaba que esta delicia no estuviera bien espesado, la autora de la cocción sin reparo ni temor a molestar le decía: -“! agua chirri!"-. Contestando que esto no es lo que ella conocía como chocolate a la taza, y entraba una vez y otra la cuchara en el recipiente con una gracia que provocaba carcajadas al tener razón, acabando todos riendo de sus ocurrencias  tomándolo a guasa.
Amalia, decía que uno de los mejores chocolates que había degustado, había sido el del bautizo de su ahijada y sobrina Katy.

En aquella época, en Almendralejo, a las parturientas era costumbre obsequiar con una media libra o una libra de chocolate (tableta), que era un lujo en aquellos tiempos.
Y es que a la madre de la bautizada, se volcaron en regalarle chocolate, siendo tanta la cantidad de chocolate para hacer, que bebido era una delicia pero no era  gustoso de comer, consumiendo  el que llevaba leche que se acabó rápido decidiendo convertir tanta tableta en chocolate a la taza. 

El día del bautizo se levantó temprano,  empezó a cortar el chocolate en finas láminas hasta convertir las tabletas en virutas que fueron fundidas, a fuego lento,  convirtiéndose en un suculento manjar que todos disfrutaron acompañados “por un Pan de Bizcocho”, regalo de un pariente que era lo máximo en una fiesta.

Los bautizos eran cualquier día de la semana y los asistentes eran los niños que acompañaban a la madrina. Pues el padre estaba trabajando en el campo y la madre se quedaba en la casa realizando el convite.
Como los bautizos tenían lugar a las cinco de la tarde, Amalia una vez en la casa de la ahijada, tomó a la recién nacida de la cuna; la vistió con el traje bautismal, regalo de la abuela Isabel realizado por una buena bordadora como fue Mariana y confeccionado por igual costurera.

Una vez vestida la niña, en sus brazos, la madre, le puso Amalia la capita del traje bautismal por encima del hombro y salieron dirección hacía la parroquia de la Purificación como único acompañamiento, la chiquilleria.

En la iglesia la esperaba delante de la pila bautismal el sacerdote Don Jesús que los recibió e invitó a que se acercaran y entonces empezó el ritual.
Finalizada la ceremonia volvieron a casa donde al ir llegando, el olor del chocolate, se iba percibiendo; más al abrir la puerta de la casa, el olor era como si quisiera escaparse, volátilmente buscando la salida, en su huida el aroma iba chocando con los olfatos que apartaban con ansias deseando degustar el manjar.
Una vez en el interior, AMALIA entregó a la cristianada, a la madre, que le llenó la carita de besos.
El padre que había vuelto de la faena agrícola, miraba temeroso de expresar sentimientos, pero contento y jubiloso invitó a los presentes a sentarse en la desvencijada camilla de la cocina.

Donde las tazas de las ocasiones, esperaban delante de la cafetera de porcelana para ser llenadas del chocolate humeante, que se colaba por el chorro por donde se iba deslizando y llenando los enormes tazones, que eran colmados hasta los bordes.

La madrina tomó asiento en la butaca de mimbre algo desmembrada por los años, la arrimó a la mesa con sus manos regordetas, asió la taza y la puso a la altura de la boca.
Antes, introdujo la cuchara en el recipiente y la dejó de pie en el chocolate para ver la textura y si estaba espeso.

Mientras, todos expectantes a ver que decía la tita Amalia, que levantaba y entraba la cuchara varias veces en la taza volteándola , dijo: -ESTO ES CHOCOLATE DIGNO DE LA BAUTIZADA-

Y los presentes riendo y contentos empezaron a migar la porción de bizcochos en la taza que, al ser comido, iban llenándose las comisuras y partes superior de los labios.
Mientras la madrina no dejaba de decir: -ESTO ES CHOCOLATE PARA RECORDAR Y DISFRUTAR”-.


SE LLAMABA JUAN MANUEL,  PERO SUS PAISANOS LE CONOCÍAN POR EL "NIÑO"

 HAN PASADO LOS AÑOS, AUN RECUERDAN EN EL PUEBLO A"EL NIÑO GIL" COMO LUCHADOR DE LIBERTADES, DE ESTIRPE REPUBLICANO.

LAS PALIZAS QUE RECIBÍA ERAN TAN FUERTES QUE, PARA ALIVIARLAS Y LOS HORRORES PASADOS EN LA GUERRA, BUSCABA ALIVIO EN LOS VAPORES DEL ALCOHOL A VECES, PERO ERA TAN SALADO QUE HASTA PARA ESO TENÍA CLASE Y ARTE.

SE ANTICIPÓ AL NACER EN VARIAS DÉCADAS, AMABA LA VIDA, LAS FORMAS DE VERLA, NO ERA LO QUE SE TIENE DELANTE DE SUS OJOS.
 PENSABA QUE LOS TIEMPOS ERAN BLANCO Y NEGROS PARA UNA SOCIEDAD MUY MAYORITARÍA Y DE COLORES DIVERSOS PARA OTROS.

AÑOS DE INCOMPRENSIÓN, OSCUROS, CERRADOS A DIFERENTES CULTURAS Y LIBERTADES, QUE LA REPRESALIA CONSISTÍA EN CASTIGARLO NO EMPLEÁNDOLO EN NINGÚN OFICIO.

PERO SU ALTANERÍA, UNIDO A SU INTELIGENCIA, NO SE DIO POR VENCIDO.

ADQUIRIÓ UNA MULA QUE EL EJERCITO VENDÍA, REALIZANDO UNA BUENA COMPRA PUES LAS TROPAS DURANTE LA GUERRA, AL IR REQUISANDO BESTIAS, HABÍAN JUNTADO UNA EXTENSA CUADRA, CABALLAR, QUE NO PODÍA SOSTENER Y LAS VENDÍAN NO POR MUCHO, LOGRANDO ASÍ UNA BUENA MULA.

CON LA QUE TRABAJABA LAS TIERRAS DE OTRAS PERSONAS QUE LO CONTRATABAN.

FUE UNA PERSONA CARIÑOSA ENTRAÑABLE, LUCHADOR DE LIBERTADES.

"NIÑO GIL" QUE ESTAS EN LOS CIELOS, RECUERDO TU RISA Y TONO DE VOZ,  CONSEJOS LLENOS DE FILOSOFÍA, CERTEROS.
 TU CARA INFANTIL SIEMPRE SONRIENDO.
AFRONTANDO TODO A CARA DESCUBIERTA COMO LO HACEN LOS "HOMBRES DE ESTIRPES DE LA TIERRA DE BARROS".
TU GUIABAS LA BESTIA HACIENDO SURCOS RECTOS SOBRE LA TIERRA.
 LLENO DE CAMINOS Y SENDEROS AL IR AL TAJO, DE CONVERSACIONES LLENAS  DE LIBERTAD QUE POR DONDE CAMINABA NO ENCONTRABA.
 ILUSIONADO EN QUE SUS HIJOS Y NIETOS DISFRUTARAN DE TIEMPOS MEJORES Y VALIESE LA PENA LO SUFRIDO POR ÉL.

EL SER HUMANO  DEBE SENTIR LA LIBERTAD AL PISAR LA TIERRA, DEJANDO  HUELLAS DIFUSORAS DE LA HISTORIA QUE LE TOCÓ VIVIR.
 NUNCA SE DEBE PASAR PÁGINAS EN BLANCO, NI ARRANCAR LA HOJA QUE CUENTA LA HISTORIA LLENA DE IDEALES DE UN JOVEN.           


Un compañero de labor lo describe como un hombre sencillamente honesto, campechano, confiado y generoso en dar su aprecio a la gente buena. Que junto con Amalia logró, a pesar de las dificultades del momento, impulsar hacia adelante a sus cuatro hijos.
         El único pecado que algunos dicen que cometió y por el que le castigaron sufriendo cautiverio final en un campo de concentración gallego antes  de ser liberado sin cargos, fue el de servir en las filas del legítimo Gobierno que el pueblo español había elegido; pues estuvo en un cuerpo del ejército mayoritariamente leal a la derrocada República de España, de ahí la represalia.  Sus valientes ideales fueron aplastados  en la contienda civil, pero no consiguieron doblegar su ánimo y esperanza progresista de un mundo más justo para todos.
       Al niño le quedó la satisfacción de que en vida, las Leyes de un Gobierno democrático transmitieran a través de un pequeño gesto compensatorio, la habilitación y reconocimiento por su contribución de lealtad y servicio a este país, porque no todos han  podido ver o recibir este merecido acto de justicia.
         Sus hijos se sienten orgullosos de haber tenido tan buen padre. Y como persona, desde el cosmos por donde pasea junto a Amalia, da las  gracias a los seres humanos que como él, en activo o en pasivo, se sacrificaron por defender valores de libertad.

         Su hijo, como descendiente, se  enorgullece (entre muchas otras razones) que  venciese con propia voluntad al  alcoholismo crónico social de la época debido al daño moral, físico y genético que toda guerra causa. Es síntoma para mí que, al irse corporalmente de este mundo, habiendo superado esa fina atadura, sanó tales heridas.
        Señor MAXIMILIANO CLEMENTE;  siempre es un grato honor saber de la existencia de nobles personas como usted que recuerdan a otra buena gente. Ello mantiene viva la relevante luz de los que supieron amar y siempre serán queridos, por sus hechos y forma de ser.
Personas sencillas de pasos firmes sobre tiempos de formato cuadriculado y como ella decía:
 -“¡O lo tomas  y si no también!”-.




Isabel Coronado Zamora.











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AMALIA  Y SUS COSAS













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