Mi pequeña historia de Almendralejo

domingo, diciembre 01, 2013









LA NINA QUE SE QUEDO DENTRO
Por Isabel Coronado Zamora


La historia que vais a empezar a leer, te llevara a un pasado solo existente en la mente de su dueña.
¿Qué fue de aquel niño/ña, que un día de la vida la en cerramos tan dentro de sí y nunca mas la sacamos al exterior?.
Al empezar este relato me voy a una humilde casa de cualquier pueblo de la Extremadura  rural de los años 1950, surgen recuerdos del principio de una vida. 

Túnel del tiempo, con gusto entraría en él, al salir encontraría una calle con casitas blancas de cal, donde las vecinas eran miembros más de la familia, compartiendo entre ella problemas, necesidades y alegrías sí las hubiera.

Dimensión, que  se abren,  dejando entreabiertas puertas para pasar y  encontrar  aquel abuelo, se llamaba Juan,  alto, de ojos azules de tierna mirada, siempre lo conoció pelado al cero, pela realizada por su amigo el gitano Canilla, que era esquilador de burros y mulas lo pelaba así, y no le cobraba un real.

 Él se había quedado viudo, la mayor de su cinco hijos sé hizo o le dieron el cargo de cuidarlos junto con una vieja vivienda destartalada.

El abuelo hombre paciente y bobalicón, debido a su bondad, con una honradez que lo llevaba a perjudicarse por beneficiar al oponente. 

Su oficio fue mozo de mula y de los buenos, por entonces todos los trabajos se hacían con caballerizas, a las que dominaba, lo mismo que los surcos con el arado, que eran derechos, quedando la parte  mas como paseo que lugar de siembra.

Trabajo siempre en casas grandes, la ultima sería la de un conde dueño de media campiña  y del cortijo regio y  de estirpe en las entrañas del campo, donde moraba el señor de la tierra.
Siendo niña me llevaron un día a este lugar, imágenes que nunca he olvidado. Por ser sitio de encinas y  monte bajo la caza era abundante, realizándose en ella monterías, cuando a su dueño le placía para disfrute de él e invitados, eso si  prohibida para los trabajadores y  a toda persona ajena al aristócrata. Ví como paseaba delante de los obreros con toda confianza, que poco menos que eran de la familia, codornices, conejos y demás variedades que los trabajadores cuidaban con sumo esmero, para el AMO, como se decía entonces al jefe, sí alguno se atreviera a comer alguno de aquellos animales serían despedidos.
 Es verdad que podían cazar los obreros, pero solo  rapaces y reptiles que sé comían los huevos de las aves y como el hambre aprieta, eran muchas veces las que sé guisaban, águilas con arroz o lagarto comido por mi tío José según él era de carne blanca, buena y parecida al pescado.
Aquel día me daría secuencias e imágenes y vivencias  para recordar toda una vida.
 Nada más llegar y abrazar a mi abuelo que estaba al lado de un gran carro de yunta cargado de pasto y tirado por una reata de mulas, mis  ojos infantiles se llenaron de pronto de espanto, al ver como una serpiente reptando sigilosamente iba con su lengua bípeda y deseosa de picar la pata de una caballeriza que estaba junto a nosotros, instante que mi tío con su pesada bota de cuero con polainas de material hasta la rodilla, de un pisotón, dejo caer su pies sobre la mortal alimaña que con su cabeza destrozada yacía junto a las pezuñas del animal, poco le había faltado para dejar su veneno en las articulaciones del pobre animal, pero la rapidez y destreza de mi tío lo había evitado.  Es verdad  que la mula con sus orejas y espanto había empezado alertar a los presentes del peligro que se acercaba. Mis primos y yo que éramos de la misma edad, con unos palos cogieron la víbora, como sí de un trofeo nuestro fuera, mientras entonábamos una Gori sin Gori por ser  lo que veíamos hacer y decir a los curas en los entierros en el trayecto que iba desde la casa del fallecido a la iglesia.
Para aliviarme del susto, mi abuelo me llevo haber las cuadras, nunca en mi vida he visto tantos animales juntos, desde mulas, caballos, asnos, mulos, muletos. Todos comiendo  en un pesebre enorme que cogía de una punta a otra de la nave y en el medio, de un extremo a otro del lugar un raíl con una vagoneta  llena de paja y pienso, para aligerar y hacer más rápido el dar de comer a los animales.  En ella me monto mi abuelo y me paseo  como si de un tobogán se tratara, causándome tanta  risa  que empezaron a resonar por todo el cobertizo,  las alegres carcajadas divertidas y cantarinas, que    contagiaron a los presentes que empezaron a reír igual.                                                                                                                                                                                           Los ojos de mi abuelo de mirada tan azul, se llenaban felicidad  mezcla de ternura y emoción.
Al no estar los dueños de la hacienda  y ser mi progenitor persona de toda confianza, me empezó a enseñar el lugar y tomando me de la  mano  empezamos andar por un camino de piedritas de río donde  se podían ver trozos de conchitas. Estaba el sendero bordeado de árboles de fruta madura, que desprendía aromas y fragancias, mientras caminábamos debajo de aquel idílico toldo, frondoso y aromático, el canto de las chicharras se oían  en la era cercana donde los trabajadores preparaban la parba  para después ser trilladas. A lo lejos se oían  las voces de los segadores, mientras segaban, con un arte de oficio  inigualable, con el hocino en una mano mientras con la otra agarraba el  haz de espigas, y con  un movimiento de muñeca de un tajo iban  segando  un grano dorado de tallo largo que iban depositado en haces, que los mozos de mulas iban con horcas, depositando en grandes carros de yuntas para llevarla a la era, que rodeaba el cortijo.
Para mis años, el lugar me pareció sacado de un cuento, pero más lo vi así cuando al terminar el sendero por donde caminábamos, vieron, mis ojos infantiles lo que el tiempo no a logrado borrar del recuerdo.
 Fuera por lo feliz que era en ese momento o porque del mundo que yo llegaba no lo había y lo más que había visto era el destartalado parque a medio hacer de mi pueblo, que al entrar en aquel remanso de vegetación, donde el ramaje dejaba ver  a tramos  el                      cielo azul  por entre las hojas de los árboles y oír el agua  de los surtidores al caer, armónicamente en una fuentes donde había una estatua, con  figura de niño, con un cántaro  del  que salía un arco de agua, que al reflejarse en él la luz del sol, hacia que se convirtiera en un arco iris de colores, del que los pájaros, tomaban agua, sus trinos llenaban el lugar de musicalidad, haciendo volar la imaginación, mientras miraba en uno de los estanques los peces de colores diversos y al introducir mi pequeña mano en el agua, empezaron a dar aletazos y hacer curvas simétricas, que me divertían y empece amover más el agua del surtidor, empecé divertidamente a reír con fuertes carcajadas que se mezclaban con el canto de las aves y el ruido del viento al mover las ramas, haciendo del lugar el paraíso de la Inocencia, pero pronto, mi atención iría a pararse en una flor acuática del estanque, en laque descansaba  una rana al sol mientras  croaba alegremente contagiada por  mi felicidad,  mi sorpresa y asombro, quedo reflejado en la desmesura forma con que abrí la boca cuando vi como el anfibio de un gran salto se introducía en las profundidades del agua y como su diminuto cuerpo nadaba de bajo del agua.

Aquel  parque del cortijo tenia bancos de cerámicas de diversos colores, llenos de caracoles que empezaría a despegar, pronto dejaría de hacer  aquel oficio, al asirme la mano  mi abuelo para salir  de allí y en caminarnos donde  pernoctaba.

Han pasado años y lo mismo que  no  he olvidado la belleza, no  he podido  despejar  a lo largo del tiempo, las imágenes de ver el cuchitril que los dueños del lugar les tenían asignado era pequeño con un ventanillo por donde apenas pasaba luz y aire, su camastro  estaba echo de troncos de árboles clavados en la pared, el jergón de paja de maíz estaba encima de unas reventas tablas y debajo de la cama para aprovechar el  terreno  habían metido sacos, de vaya  usted a saber de que.
Del techo, colgaban en ristres y manojos guindas, tomates, ajos, cebollas, mazorcas de maíz y un sin fin  de cosas que hacían que al entrar tuvieras que ir sorteándolas para no darte con ella en la cabeza.

Nada de lo que se veía allí era de mi abuelo, ahí de él si tomara algo,  todo estaba bien contado. Mi progenitor dormía en aquel lugar, donde él  aire viciado,  con el polvo y olor que desprendía lo que había  allí colgado le producía una alergia que le hacían llorar los ojos e inflamársele al pobre hombre.
  
Cuesta sacar esa niña a pasear, y exponer recuerdos.
Pero es buena terapia.

ISABEL CORONADO

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