Mi pequeña historia de Almendralejo

martes, septiembre 03, 2024

 

UNA VIDA

 

 




Una vida es un almanaque con tantOs meses, días, horas, minutos segundos, que encada casilla vas dejando tantos de ti mismo que cuando levantas las ojos hacia el colgado de un clavo en la cocina, siempre ves aquel almanaque, de tu niñez con el ángel de la guarda que siempre estaba protegiéndote, con sus alas de que no te calleras al precipicio.

Que ocurrencia escribir un relato, me dicen, ¿tú vas a saber?

Claro que sí, es lo que echo siempre relatar, contar, administrar y decir a todo sí.

Todo se ha ido modernizando, el progreso ha ido creciendo a mi lado, viendo desaparece tantas cosas que me acompañaban, se aferraban para acabar dejadas sin usar.

Aún recuerdo desde bien mañana cuando estando aun en la cama, hoy la voz del carbonero que entraba en la calle, montado en el pescante de aquel ennegrecido carro rengeante, diciendo carbonero.

Mi madre, llegando por el pasillo y entrando en la habitación, despertándome y salía a la calle, llevando en la mano, lata de pescado de kilo y medio, que mi padre había convertido en un cubo y que era la medida, del carbón necesario que diariamente necesitaba, para guisar y calentar agua, las mujeres salían a la puerta, con latas semejantes, épocas de tantos escases, el carbonero con su mulilla, enjuta, cansada de tirar del carro cargado de carbón y dueño.

Las mujeres alrededor del vendedor, hablando todas a la vez, diciendo la cantidad, que se la pesara bien y mañana se lo pagaba cuando el marido cobrara el jornal.

Sin marcharse el carbonero llegaba el lechero, con sus dos cantaros de latón, lleno de leche según mi madre con agua, que vendía aprecio de leche.

Todas se ramoneaban, en la puerta de la primera que salía, con el puchero, donde vertía  la medida, que podía pagar, que era cocida en el cueceleches, apenas un poco para el café aguado, de posos ,  que se iban añadiendo días tras días, en su hondón del cacharro de un día para otro, cacharro, ennegrecido por las llamas de carbón, que se escavan por la anafre, mientras a soplabas para que se hiciera rápido café.

 La leche se cocía todo lo bien que se podía, para matar las bacterias y casi siempre al subir se vertía por los bordes del cazo, derramándose, el líquido blanco, que tomaba color amarillento al quemarse con las llamas.

El panadero no tardaba en llegar con su carrito tapado con una lona, para que en caso de lluvia no se mojara la mercancía.

El panadero era mi tío Antonio, siempre nos regalaba colines, que eran barras largas de pan que crujían en nuestra boca.

Los molletes tan tiernos que al tostarlos se volvían a un más crujientes, untados con manteca de cerdos o aceite de la tinaja de latón, llena de aceite para el año, que mi madre levantaba e introducía el cazo, que salía lleno, chorreando del líquido verdoso que derramaba sobre las cachas de tostadas, con mucho ajo, pimiento rojo y verde con un poco de sal.

La calle se llenaba de vendedores, proveedores que iban entrando por una esquina, haciendo el recorrido, saliendo por la otra y continuar la venta.

Cuando iniciábamos la ida al colegio, llegaba el pielero que iba casa por casa, comprando pellicas, de conejos arrugadas y secas. El latero que, con su bolsa de madera al hombro, una especie de cubo lleno de brasas de carbón, con un hierro, en su interior para soldar piteras de cacerolas y demás en seres, iba pregonando sin cesar su oficio.

No tardaba en llegar el señor de Acebuchal con las ristres de ajos, pregonando su mercancías, mientras llegaba el vendedor de Salvatierra de los barros con su mulilla con andarillas llenas de barriles, cantaros tarros, ect.

Sin faltar el trapero que era al trueque hierro por lozas y ropas, también el pelo trenzas largas, que era cambiadas por enseres.

La calle del barrio se llenaba de bullicio de necesidad.

Surgiendo de pronto mineros lisiados, de mina cercanas, se habían quedado sin piernas y brazos, y sobrevivían de pueblo en pueblo pidiendo, limosna, que la vecindad se apiadaba de ellos al ver personas jóvenes, con muletas de maderas debajo de las asilas así, se sujetaban, para poder andar, con una alforja al hombro iban echando las sobras de lasa casa que eran pocas quien quisiera dar.

Los pobres de solemnidad, que eran muchos, iban casa por casa, pidiendo a otras personas menos pobres, que se compadecían, de la miseria de otros.

El ganado se guardaba en las casa o pajares cercanos, sacaban por la mañana, regando de excremento toda la calzada de tierra, las vacas que estaban en un pajar cercano que el dueño sacaba siempre a la hora de salir los niños de la escuela.

Au recuerdo aquellas bestias de ojos grandes y cuernos retorcidos, siento su respiración, cuando a la vuelta de una esquina, me encontraba con alguna de ella, pegaba a la pared mi diminuto cuerpecito, sintiendo mirada olor y respiración del cornudo animal.

Los animales en manadas, eran llevados al abrevadero que estaba en la alberca nueva y luego pastaban por las eras, cercanas al pueblo.

El sonido del pueblo por la mañana, siempre despertaba con roznidos de burros, gallos cantando gallinas cacareando y perros ladrando.

Un despertar lleno de ruidos urbanos de la época, tan cotidianos, dando la señal que estaba amaneciendo.

ISABEL CORONADO

 

 

 

 

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