UNA VIDA
Una vida es un almanaque con tantOs meses, días, horas,
minutos segundos, que encada casilla vas dejando tantos de ti mismo que cuando
levantas las ojos hacia el colgado de un clavo en la cocina, siempre ves aquel
almanaque, de tu niñez con el ángel de la guarda que siempre estaba
protegiéndote, con sus alas de que no te calleras al precipicio.
Que ocurrencia escribir un relato, me dicen, ¿tú vas a saber?
Claro que sí, es lo que echo siempre relatar, contar, administrar
y decir a todo sí.
Todo se ha ido modernizando, el progreso ha ido creciendo a
mi lado, viendo desaparece tantas cosas que me acompañaban, se aferraban para
acabar dejadas sin usar.
Aún recuerdo desde bien mañana cuando estando aun en la cama,
hoy la voz del carbonero que entraba en la calle, montado en el pescante de
aquel ennegrecido carro rengeante, diciendo carbonero.
Mi madre, llegando por el pasillo y entrando en la habitación,
despertándome y salía a la calle, llevando en la mano, lata de pescado de kilo
y medio, que mi padre había convertido en un cubo y que era la medida, del
carbón necesario que diariamente necesitaba, para guisar y calentar agua, las
mujeres salían a la puerta, con latas semejantes, épocas de tantos escases, el carbonero
con su mulilla, enjuta, cansada de tirar del carro cargado de carbón y dueño.
Las mujeres alrededor del vendedor, hablando todas a la vez,
diciendo la cantidad, que se la pesara bien y mañana se lo pagaba cuando el
marido cobrara el jornal.
Sin marcharse el carbonero llegaba el lechero, con sus dos
cantaros de latón, lleno de leche según mi madre con agua, que vendía aprecio de
leche.
Todas se ramoneaban, en la puerta de la primera que salía,
con el puchero, donde vertía la medida,
que podía pagar, que era cocida en el cueceleches, apenas un poco para el café
aguado, de posos , que se iban añadiendo
días tras días, en su hondón del cacharro de un día para otro, cacharro,
ennegrecido por las llamas de carbón, que se escavan por la anafre, mientras a
soplabas para que se hiciera rápido café.
La leche se cocía
todo lo bien que se podía, para matar las bacterias y casi siempre al subir se vertía
por los bordes del cazo, derramándose, el líquido blanco, que tomaba color
amarillento al quemarse con las llamas.
El panadero no tardaba en llegar con su carrito tapado con
una lona, para que en caso de lluvia no se mojara la mercancía.
El panadero era mi tío Antonio, siempre nos regalaba
colines, que eran barras largas de pan que crujían en nuestra boca.
Los molletes tan tiernos que al tostarlos se volvían a un más
crujientes, untados con manteca de cerdos o aceite de la tinaja de latón, llena
de aceite para el año, que mi madre levantaba e introducía el cazo, que salía
lleno, chorreando del líquido verdoso que derramaba sobre las cachas de
tostadas, con mucho ajo, pimiento rojo y verde con un poco de sal.
La calle se llenaba de vendedores, proveedores que iban
entrando por una esquina, haciendo el recorrido, saliendo por la otra y
continuar la venta.
Cuando iniciábamos la ida al colegio, llegaba el pielero que
iba casa por casa, comprando pellicas, de conejos arrugadas y secas. El latero que,
con su bolsa de madera al hombro, una especie de cubo lleno de brasas de carbón,
con un hierro, en su interior para soldar piteras de cacerolas y demás en seres,
iba pregonando sin cesar su oficio.
No tardaba en llegar el señor de Acebuchal con las ristres de
ajos, pregonando su mercancías, mientras llegaba el vendedor de Salvatierra de los
barros con su mulilla con andarillas llenas de barriles, cantaros tarros, ect.
Sin faltar el trapero que era al trueque hierro por lozas y
ropas, también el pelo trenzas largas, que era cambiadas por enseres.
La calle del barrio se llenaba de bullicio de necesidad.
Surgiendo de pronto mineros lisiados, de mina cercanas, se
habían quedado sin piernas y brazos, y sobrevivían de pueblo en pueblo
pidiendo, limosna, que la vecindad se apiadaba de ellos al ver personas jóvenes,
con muletas de maderas debajo de las asilas así, se sujetaban, para poder
andar, con una alforja al hombro iban echando las sobras de lasa casa que eran
pocas quien quisiera dar.
Los pobres de solemnidad, que eran muchos, iban casa por casa,
pidiendo a otras personas menos pobres, que se compadecían, de la miseria de
otros.
El ganado se guardaba en las casa o pajares cercanos, sacaban
por la mañana, regando de excremento toda la calzada de tierra, las vacas que
estaban en un pajar cercano que el dueño sacaba siempre a la hora de salir los
niños de la escuela.
Au recuerdo aquellas bestias de ojos grandes y cuernos
retorcidos, siento su respiración, cuando a la vuelta de una esquina, me encontraba
con alguna de ella, pegaba a la pared mi diminuto cuerpecito, sintiendo mirada
olor y respiración del cornudo animal.
Los animales en manadas, eran llevados al abrevadero que
estaba en la alberca nueva y luego pastaban por las eras, cercanas al pueblo.
El sonido del pueblo por la mañana, siempre despertaba con roznidos
de burros, gallos cantando gallinas cacareando y perros ladrando.
Un despertar lleno de ruidos urbanos de la época, tan cotidianos,
dando la señal que estaba amaneciendo.
ISABEL CORONADO
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