Mi pequeña historia de Almendralejo

martes, septiembre 03, 2024

 

LA COCINA DE ANTAÑO

 

 


Cuando quieres hacer un relato la mente se bloquea un poco, las noches en que piensas, tantas horas perdidas en recuerdos olvidados, de pronto las lágrimas surgen.

Son llantos de momentos perdidos en semis oscuridad, dadas por la llamita de aquel candil, de mi niñez, junto al aparador, donde el reloj, de manecillas renqueantes, marcaba cada hora vivida y olvidada en los presentes.

Se iba, venía el marcador de horas, promesas para el día que vendrían, que no podían ser, le faltaban todos los olvidos, que junto aquel mecanismo que habían visto, sus manecillas cansadas marcaban sin cesar su cuerda de veinticuatro horas.

Eran días fríos, delante de la humilde hoguera, echa en el suelo de la cocina, donde el humo salía por aquella inmensa chimenea, por donde se colaba el agua de lluvia, que chisporroteaba, al sentir las llamas su humedad.

Hacia el frio de los hielos, los primeros que asomaban al otoño, que se filtraba por cada rendija de tristeza, que las secas maderas dejaban pasar, aliándose con el frio.

Nos arrimábamos unos con otros, para aprovechar el calor de la hoguera, mientras veíamos liar el cigarro interminable, que se hacía el abuelo, con la lengua mojaban el borde el papel y sellaban con los dedos con habilidad.

Ya estaba listo, el pitillo, sacaba entonces del bolsillo, el mechero de mecha, con el dedo frotaban una ruedecita, de la que salía unas chispas, con la que la mecha se encendía, dando lugar a una brasita, suficiente para encender el cigarro, luego daba larga chupada y con el dedo presionaba la boquilla candente, hasta que era apagada la brasa.

 Luego con el cigarro en la comisura de los labios, muy lentamente iba liando la mecha, lentamente hasta sentir que estaba frio el mechero, que guardaba en el bolsillo de la chambra con una mano y con la otra colocaba bien la pelliza sobre la espalda para refugiarla del frio.

Para no olvidar recuerdos que cada instante de ellos, permanecen unidos a nosotros, sintiendo el palpitar de aquella cara que tanto nos quisieron.

La cocina, Dios, aquel hueco que un día en la tapia hicieron para poner la radio, era el mejor sitio, dijeron los mayores, que pequeña era, poco comprendía, del latido del corazón de mis progenitores, al sentir que alguien se arrimaba, era como si allí hubiera un ser que yo creía, que estaba dentro del la radio, que sonaba tan maravillosamente, eso sí saltaba el elevador, haciendo estrépitos sonoros, mi padre, iba, con una clavija, tanteando hasta recuperaba la conexión y ondas sonoras.

En él, las canciones se escuchaban y sonaban tan bonitas, que a viva la memoria, de buenos momentos, en las noches alrededor de la mesa, de patas desiguales, renguean tés, jugábamos a las cartas, oyendo aquellos buenos cantantes del momento.

Eran adorables sentirte con tus seres, poco importaba sentir, un cielo encima de nosotros, que dejaba pasar por las cañas del techo el frio de las heladas, que en invierno dejaba caer sobre las tejas.

 Mi abuelo con la punta de las botas, movía las brasas del brasero y proseguíamos con el jugo, mientras mi madre escuchaba aquel serial interminable llevado al cine llamado “Ama Rosa”.

Lejos quedan las filas de los recuerdos, de los presentes, de pronto, regresaban a su destino, lleno de nostalgias, donde siempre surgirán comentarios, de una guerra cruel, donde los mayores nos miraban a los pequeños, no queriendo olvidar, nos decían que nunca conozcáis tanto horror.

Se sentían como renacer ante tanta pobreza, pero el sentirse alejado de momento de horror, sin querer olvidar en olas de recuerdos, nos lo hacían traer como en mareas de miedo, pero a la vez, nuestra curiosidad, los alentábamos noche tras noches a que repitieran vivencias, de herida de sufrimientos y necesidad.

 De pronto, espabilaban, la estancia, haciéndonos, sentir alegría, mirándonos, pensando con inocencia y escuchando canciones, surgiendo la risa y sentirse guerrilleros valientes de aventuras donde ellos siempre eran los héroes, de la cocina, queriendo, alejar el momento a dios hasta mañana y a dormir.

Aquellas paredes de noches de risas, llantos, mirando y sintiendo el olor, del pescado frito, en la sartén, que mi madre lo freía, mientras, hacia soplar con fuerza el soplillo, de aquella hornilla, llena de carbón, para que la aceite se calentara, en aquella sartén de porcelana con tan tas capas de negruras, imposible de volver a la brillantez de su origen.

 Para sentirse mejor, le hoy decir a mi madre, -- es mejor no fregar la, como le quite toda la costra surgirán piteras, latero no pasa y vale dinero.

¡Oh! cuantos recuerdos tiene aquel olor a fritura, aquel pescado, que siempre se le quemaba, me encantaba, igual que su tortilla medio cuaja y turrada.

Las cenas, café, que era suplantado por cebada tostada, echada al agua cuando empezaba a cocer, colado y vertido en tazas de aluminio irrompibles, líquido que era mejorado, con un poco de leche y pan migado con azúcar.

Aquel miajòn, de las teleras de pan que, Juan el mandadero del conde, dos veces en semana, a sus trabajadores, daba a cuenta, del sueldo, realizado, en la tahona del cortijo, donde trabajaba mi abuelo y tío.

  El mandadero, con su mulilla, que tiraba de una tartana, lo traía al pueblo, los familiares íbamos a su casa en la calle Villafranca, a por las teleras, Qué bueno estaba aquel pan tan blanco como pesaba.

Era la encargada de ir, tan pequeña que me costaba llevar aquella bolsa de tela realizada por mi madre, tan grande y pesada con el pan en su interior, que iba arrastrándola.

 Cuando llegaba a casa, iba pellizcado, era tanto el deseos de comerlo y mi madre veía bolsa rota, había que espera ser reñida y cachetes de todo menos como hoy se dice el rincón de pensar.

Pero qué bueno estaba el coscurro de pan, con un oyó en el miajon, bien regado de aceite y el terrón de azúcar.

Que poco cuesta recordar, cuando salimos a su encuentro, a veces hay que tomar y tirar de las riendas, que flotan como cintas de colores, que dan cada época.

 Vividas en pasos que el aire seco hace mover, surgiendo recuerdos, siempre lo vivido, es girar el rostro viendo, un sendero vacío donde se apean para dejar de andar, nuestros pasos en nuevos desenlaces de nuestras vidas.

Aquella cocina que encerraba tantos secretos, que las paredes recibían y callaban, que solo los años a los niños nos hicieron ver lo que guardaba, debajo, aquel radio Ondina, que le costó a mi padre 3500 pesetas, aquella antena que cada noche era pegada a la pared y luego guardada.

 El momento de cerrar la puerta de la calle, la del pasillo y cocina, para que nada saliera al exterior, de pronto las canciones, seriales, dejaban de sonar y empezábamos a escuchar interferencias, personas que hablaban por las ondas, la atención que prestaban los presentes a las ondas.

 Mi madre que repetía una y otra vez, las pares escuchan, palabras que los niños, en su inocencia eran silabas sin compresión.

Experiencia que quedaron en los recuerdos, como el hueco, que encerraban, las cuestiones de los mayores, que fueron un día, tan simple, como una emisora clandestina, que ocultaba aquel hueco.

 Que un día mi madre, años de paro (parola) quiso hacer dinero y se la ofreció al chatarrero, que pasaba todas las semanas con su carro rengue ante, tirado por una mulilla, donde toda mercancía era al trueque, bien por loza, aperos ect,.

Que al ver el aparto que le ofrecía mi madre, quedo sorprendido, sin saber que era, pregunto y la respuesta fue que había salvado vidas, el buen hombre pensó que era cosa de médicos y que tal curiosidad valdría, mucho dinero, contaba los presentes que fue la primera vez que pago con dinero y soluciono aquel día y el dinero se esfumo en comida.

Pero al pasar de los años, sus vidas que nadie como ellos había vivido, aquellos niños, logramos conocer el hoy.

 Y tiempos con amanecer y puestas de sol.

Isabel coronado

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